La fuente del beso
José Echegaray
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Así la llaman: «La fuente del beso». Brota el manantial de una roca muy grande, vestida de muchos colores, tapizada por el musgo, adornada de plantas trepadoras que han ido arraigando en las desigualdades y en las grietas.
Por una grieta mayor sale el agua, y para que no caiga pegada a la piedra, sino formando graciosa curva, que un sabio llamaría parábola, destruyendo con este nombre prosaico toda la poesía de la roca y de la fuente, ensancharon los campesinos la hendidura y en ella encajaron sólidamente un pedazo de teja que hace oficios de caño.
De este modo el agua se lanza, toma cristalina curvatura y llena con facilidad los cántaros de las mozas que desde la aldea próxima vienen a tomar agua a la fuente.
Al pie del caño se ha socavado en un saliente de la misma roca un hueco a modo de pilón, que vierte por uno de los costados en una pequeña reguera de donde nace el arroyo que más lejos desagua en el río.
¿Por qué esta tosca y antiquísima fuente se llama «La fuente del beso»? ¿Procede su nombre de alguna tradición o de alguna leyenda? Lo ignoramos. Si a los tiempos modernos nos atenemos, más bien debiera llamarse «La fuente de los besos», pues junto a la fuente se despiden, al despuntar la mañana o al caer la tarde, muchas parejas enamoradas, cuando él se va a servir al rey o acaso a Ultramar a buscar fortuna, y ella se queda dando algunas lágrimas al manantial y algunos suspiros al viento con las últimas palpitaciones del último beso.
A este sitio solitario y agreste y perdido en espesa arboleda se puede llegar por dos caminos que ambos vienen de la aldea inmediata: el uno rodeando la parte alta, que por esta razón se llama el camino alto, y el otro subiendo del valle, que asimismo se llama el camino bajo, y por una especie de autonomasia el camino de la fuente, aunque los habitantes de la aldea jamás sospecharon que existiese esta figura retórica.
Y ya está descrito el escenario, que lo es todo, a decir verdad, porque el drama no existe o es tan humilde y tan tenue como una ondulación del agua en la rústica alberca, que va recogiendo los espumosos borbotones del caño al separarse de la media teja que los conduce al salir de la roca y que en el espacio los abandona a su destino.
Su destino ya se sabe cuál ha de ser: caer en el pilón, correr por la reguera, hundirse en el río y al fin ser tragados por el mar y por sus aguas salobres.
¡Nacer tan pura y tan cristalina para perderse en un infinito de amarguras!
Pero volvamos a la fuente.
Es la caída de la tarde y hacia la fuente se dirigen dos parejas; pero esta vez no son mozas ni mozos enamorados.
Por el camino alto viene un viejo con un niño de la mano; debe ser su nieto. Por la senda del camino bajo vienen subiendo una vieja y agarrada a su falda una niña; abuela y nieta deben ser.
Mal dijimos al decir que no eran dos parejas de enamorados. ¡Como si no hubiera más que una clase de amores!
Casi al mismo tiempo llegaron las dos parejas a la fuente, y cada una se detuvo a distinto lado de la roca, precisamente del lado por donde venían.
Silenciosos se quedaron, sin saludarse apenas, demostrando por su silencio, por su indiferencia y por cierta reserva agreste que no se conocían.
Y así pasaron algunos momentos. El viejo reteniendo al niño, la niña agarrada a las faldas de la vieja, y el viejo y la vieja sentados en los salientes de la roca, mientras el agua salía a borbotones, con gran fuerza, porque el caño venía muy lleno, y deshaciéndose en espuma.
Al fin el niño, como el más atrevido de los cuatro, se soltó de la mano que le sujetaba y vino al centro de la fuente a jugar con el agua, a tirar piedrecillas y a desviar con su manita la dirección de la pequeña catarata.
De cuando en cuando el viejo le decía levantando la vista: «Mira que te estás mojando». Y después dejaba caer la cabeza, por ese afán que tienen los viejos de mirar hacia el suelo. El niño seguía con sus pequeñas travesuras y mojándose de lo lindo.
La niña, sin soltar la falda de la vieja abría mucho sus hermosos ojos azules y miraba fijamente al chico con admiración infantil, pensando acaso que aquel ñiño era muy gracioso y muy atrevido, y que a ella le gustaría también meter la mano en la fuente, desviar el caño y deshacer sus espumas.
Pero no se atrevía, porque estas grandes empresas requieren grandes alientos.
Al fin el niño reparó en ella; cesó en su faena, la contempló un rato y se echó a re ir.
Naturalmente, la niña se echó a reir también.
Los pájaros se entienden piando; los niños se entienden riendo. Es el lenguaje universal de la infancia.
Al fin el niño le dijo a la niña:
—¿No quieres venir a jugar?
Y la niña miró a la abuela, y antes de que la abuela contestase y sin decir nada soltó la falda de la vieja y de una carrerita se acercó al niño.
Aquella carrerita no estaba en armonía con su timidez; pero era el arranque del deseo contenido. Del mismo modo que cuando se tapa la boca de la fuente y luego se separa la mano, el primer borbotón es muy fuerte y espumoso.
Los niños se pusieron a hablar en su jerga y a reir mucho. ¡Dijérase que eran nuevas espumas en «La fuente del beso»!
El viejo no levantaba la cabeza, como indiferente a todo lo que le rodeaba.
La vieja, de cuando en cuando, decía lo mismo que había dicho antes el viejo: «No te mojes, niña, no te mojes».
Y así pasó un rato.
Los dos ancianos, separados, silenciosos, indiferentes, mirando a la tierra; que acaso era la negra fuente en que uno y otro revolvían sombras futuras, mientras los nietos miraban las claras ondulaciones del agua y jugaban con sus cristales.
La intimidad de los dos pequeñuelos iba siendo coda vez mayor. La niña había perdido el miedo por completo y resultaba más valiente, más atrevida, más traviesa que el muchacho.
Al cabo de media hora resultaron amigos íntimos.
Abandonaron la fuente y corrieron bajo los árboles, agotando el repertorio de juegos infantiles que uno y otro sabían.
Cuando ya fueron muy amigos riñeron, como es natural; porque cuando el cariño no puede crecer más, tiene que convertirse en malquerencia, ya que no en odio.
La niña, lloriqueando, se volvió con su abuela. El niño, enojado y repitiendo varias veces: «Pues jugaré yo solo», se puso al pie de un árbol a formar montoncitos de tierra.
Los dos viejos se habían quedado dormidos; pero cuando la niña vino a buscar consuelo en su abuela despertó ésta y se puso a mirar al viejo.
¿Quién será ese? — pensaba. — iNo le conozco; no es de la aldea! Y de los alrededores tampoco, porque conozco a viejos y a mozos. ¡Será forastero!
A todo esto, el enojo de los pequeñuelos se iba gastando, como todo se gasta: ¡enojos y cariños!»
Y se cansaban de estar solos, y deseaban hacer las paces; pero la dignidad les retenía en su alejamiento.
Al fin el chico encontró un medio.
Se levantó y empezó a correr trazando círculos. Los círculos iban siendo cada vez mayores, con lo cual se acercaba cada vez más a la niña, sin acercarse, y todo quedaba en su punto: la dignidad y el deseo.
La niña, que al principio había hundido la cabecita en la falda de su abuela, concluyó por cansarse de aquella postura, como se había cansado de llorar. Porque así como todo pasa, todo cansa. Cansa la la risa y cansa el llanto, y hay que irlos alternando. El único que no se cansaba de dormir era el viejo, y es natural.
Los círculos del niño eran cada vez más anchos, y ya casi tocaba a la niña al llegar al perigeo de su órbita.
La niña seguía con curiosidad creciente las revoluciones astronómicas del chico. Preveía el resultado y lo esperaba con ansiedad. Hasta ponía algo de su parte, porque se separaba un poquito de la abuela.
El chiquillo, sofocado, anhelante, las mejillas encendidas, el pelo revuelto y sudando a mares, seguía dando vueltas cada vez más dilatadas.
Y el sol continuaba bajando, y sus rayos, cada vez más oblicúes, iluminaban la cara rugosa del viejo que dormía, la cara de la vieja que no dormía ya, y que, al contrario, seguía con cierto interés las evoluciones del muchacho, y el caño de la fuente, siempre cristalino, siempre puro, siempre deshaciéndose en espumas.
Al fin el niño, violentando acaso su trayectoria, pasó rozando con la niña y ésta le dijo riendo: «Ya me has tocado», y el pequeñuelo cerró el círculo de pronto, y abrazándose a la niña, le dijo: «Pues ahora te toco más». Y así abrazados y riendo se fueron a jugar otra vez bajo los árboles.
Entre los muchos juegos que inventaron, uno de los más interesantes fue este:
Se colocaban a mucha distancia y corrían los dos, uno al encuentro del otro, y en el momento de encontrarse decía el niño: «Adiós, amiga». Y decía la niña: «Adiós, amigo», y seguían corriendo.
Y así una vez y otra vez, y siempre, al encontrarse, las mismas frases: «Adiós, amigo», «Adiós, amiga», acompañadas de grandes risas, como si aquello fuera la cosa más graciosa del mundo.
Pero una vez, al cruzarse, el niño detuvo a la niña y le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Lolita, como mi abuela. Ella se llama Lola. ¿Y tú?
Y el niño respondió:
—Juanito, como mi abuelo. El se llama Juan.
Conque el descubrimiento fue motivo de nuevas risas. Y continuó el juego: los dos sudorosos, los dos sofocados, los dos pasando por entre los árboles y por la sombra del follaje, de la sombra a la luz y de la luz a la sombra. Y los rayos del sol sorprendiendo sus cabecitas monas para inundarlas de claridad y dejarlas escapar luego.
Pero el repertorio cambió algo; al encontrarse los niños ya no se decían: « Adiós, amigo», «Adiós, amiga», sino «Adiós, Lolita», «Adiós, Juanito».
La vieja les observaba con atención. Aquellas últimas frases habían despertado en ella antiguos recuerdos.
Ella también había sido niña. También la llamaban Lolita, también había jugado cerca de aquella fuente con otro niño de su edad que se llamaba Juanito, como el niño que ahora jugaba con su nieta. Y también al despedirse se decían todas las tardes: «Adiós, Lolita», «Adiós, Juanito».
Habían corrido los años; ella había llegado a ser una moza, y muy guapa, según todos juraban. Y él había llegado a ser el mozo más gallardo de la aldea, según a ella le parecía.
Pero llegó un momento, una tarde muy alegre para la fuente, para el bosque, para el cielo; muy triste para los dos enamorados. El había caído soldado y se marchaba a servir al rey, y allí mismo se despidieron, junto a la fuente.
Y junto a «La fuente del beso», se dieron el último beso: el beso de despedida. El dijo: «Adiós, Lola». Y ella dijo: «Adiós, Juan».
El se alejó. Ella quedó junto a la fuente. Lloró mucho, y cuando tuvo que volverse a la aldea se lavó los ojos con el agua del caño para que no conociesen en su casa que había llorado.
Aquellas lágrimas mezcladas al agua de la fuente sin duda hacía ya muchos años que habrían llegado al mar.
Porque pasaron muchos años, y Lola y Juan no se habían vuelto a ver.
La vieja, al recordar todo aquello, lloró amargamente. ¡Es lo único que no envejece! El llanto. ¡Pueden llorar los niños, como pueden llorar los viejos! No habrá risas, no habrá alegrías, acaso no habrá esperanzas; pero hay lágrimas disponibles para todas las edades.
La vieja se levantó al fin, y gritó, porque los niños estaban lejos: «Ven, Lolita, que ya es tarde».
Al oír aquel grito, el viejo despertó y llamó también al muchacho.
Y al volver junto a la fuente los niños, se estrechó el grupo de los cuatro personajes, porque los dos niños venían abrazaditos.
Se vieron de cerca los dos viejos, se miraron con curiosidad y casi se saludaron con simpatía. Los niños eran amigos; pues era preciso que ellos lo fueran también.
—Usted no es de la aldea—dijo ella.— ¿Es usted forastero?
—De la aldea soy, que en ella he nacido—dijo él—y a ella he vuelto; que esta mañana llegamos Juanito y yo.
—Pues yo siempre he vivido en la aldea y no le conozco a usted.
—Fui a servir al rey, y allá tuve que quedarme, y en otras tierras he vivido. De esto hace muchos años; ¡ya pasa el tiempo, ya pasa!
Los dos viejos se miraron más de cerca, y un recuerdo lejano, muy lejano, muy oscuro, muy borroso, saltaba de uno a otro como insecto que salta entre dos piedras.
—¿Cómo se llama usted?—dijo ella, repitiendo la frase que había pronunciado su nieta momentos antes.
—Yo me llamo Juan. ¿Y usted?
Y la vieja, temblándole mucho los labios, murmuró:
—Yo me llamo Lola.
Los niños ya se despedían dándose un beso y diciendo a la vez: «Adiós, Lolita», «Adiós, Juanito».
Los viejos se miraron llorando. Se estrecharon las manos; ¡pobres manos! ¡Sarmientos que se entretejen con sarmientos! Y se separaron diciendo; «Adiós Juan», «Adiós Lola». Pero aquella vez sin darse un beso.
La fuente no era «La fuente del beso» más que para Juanito y Lolita.
Y la vieja se fue por el camino bajo limpiándose los ojos y llevando agarrada del delantal a la niña.
El viejo se fue por el camino alto llevándose al niño de la mano.
La fuente siguió manando y el caño deshaciéndose en espumas, que pronto fueron tan negras como la noche, porque el sol, lento, majestuoso, se hundió con sublime indiferencia bajo el horizonte.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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