Los amigos, los amantes y la muerte
Gabriel Miró
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Desde el vestíbulo pasa la suave luz de una lámpara escarchada al aposento paredaño donde está el tullido cercado de amigos. Hablan de proyectos logreros, de meriendas en heredades, de un sermón, de paseos bajo el refugio de los olmos del camino. Son viejos, como el enfermo, y tienen fortaleza, estrépito en la risa y fuman. Cuando le ayudan a variar de actitud o le acomodan la manta caída o arrastran su butaca de ruedas, siente él más su impotencia y le llora angustiadamente su alma, pero los ojos no. ¡Oh, si le vieran llorar por fuera estos amigos viejos y alegres, que ni padecen el reuma senil!
Les miente todas las noches, diciéndoles que sus piernas, su brazo y costado no están muertos para siempre. Nota que la vida acecha el penetrar borbotante por sus venas, regocijándole las entrañas y flexibilizando sus nervios y músculos.
-Eso, desde luego. Ya verá, ya verá cuando pase el frío -contesta, estregándose las manos, un señor muy flaco, de perfil judío.
-¡Claro, como los árboles! -añade el doctor Rodríguez.
Y el Registrador, varón gordo y risueño, exclama:
-Vaya: al verano de los nuestros, ¡y a botar como un muchacho!
El tullido les mira iracundo, vuelto a su hosco silencio, porque sabe que no lo creen.
Apartados en el vano de una vidriera, dos jóvenes contemplan la noche que se pierde en un misterio de cendales pasados de luna. Lejos, bajo las nieblas, escintilan las luces reunidas, medrositas, de un pueblo del valle. Se ve un llano que desgrana lumbre de luna en el suelto pedriscal. De los húmedos hondones emerge la alegría de verdura tierna iluminada. Y al pie de las ventanas está el jardín desierto, desamparado en la nevada de luz. Parece que los rosales, rígidos y sarmentosos, han florecido en esta noche, deshojándose las rosas por arriates y senderos. Llega del templo el sonar de las horas, tan puro, tan frío, resbalándose y fundiéndose en la paz, que mueve a fingir la campana también blanca, como labrada en hielo.
Ella, la mujer, es hija del tullido, pálida y enlutada por orfandad de madre. Sus manos finas, manos de imagen, se unen, albeando sobre el seno como flores de novia.
El amante es poeta. «Alma, Alma», -llama a la doncella y recoge en sus ojos la mirada de la mujer, y la lleva dulcemente a la desolación de la noche, y se miran y se aman dentro del infinito de tristeza, de silencio y de luna.
Departen, en tanto, los contertulios del escarzo de las colmenas. Les interrumpe la entrada de un gallardo perro de caza que se tiende dichosamente en la alfombra verde y espesa como alcacer halagüeño.
-Estos animales -prorrumpe entonces el señor Registrador- son de más habilidad y sabiduría que nosotros. Tenía yo una perra grande y sagaz, como esta...
-Mire usted que esto es perro y no perra -le corrige un señor de ojillos codiciosos.
-¿Qué perro? -pregunta trabajosamente el enfermo.
-Bueno; ¡da lo mismo! -contesta el Registrador.
-Pero, ¿qué perro? ¿Dónde está? -insiste colérico el paralítico.
-Aquí. ¿No lo ve usted? Es el de su hermano.
-¡Que se lo lleven, que lo aten! ¡Me matarán! -Y el enfermo, rendido, se hunde entre almohadas y pieles.
-¡Déjalo, déjalo! -intercede un amigo que dormitaba.
-¡Qué he de dejar! ¡Fuera! -Y el tullido se mira con rabia su diestra caída, inservible.
-¡Lo echan al pobrecillo! -dice infantil y tierna la mujer, mirando al perro que se aleja perezosamente.
El poeta se estremece de agresivo egoísmo. Odia al perro, él, sembrador de piedades. Por lástima, alejose la amada de la noche y se apartó de él, porque mirando la noche, se decían sus ansias y hasta el doloroso deseo de la carne.
La voz del señor Registrador seguía:
-Pero yo estaba harto de animales en mi casa...
El contertulio menudo y enjuto de perfil hebreo, sonríe.
-Estaba harto -mantiene el otro, mirándole con gran enojo, como si entonces también lo estuviera-.Y regalé mi perra.
-¡Yo haría lo mismo si pudiese! -balbucea el tullido.
-Se la llevaron al Encinar. Del Encinar a aquí habrá unas cinco leguas...
-¿Dónde, dónde ha dicho usted? -pregunta el médico.
-He dicho al Encinar.
-Pues no hay más de cuatro y media.
-Si me apura usted diré que cinco y media.
-¡Es igual! -añade otro con hastío.
-Y en el Encinar parió mi perra. Tuvo cuatro cachorrillos. ¿Y qué dirán que hizo? Pues agarró con los dientes uno, y como pudo me lo trajo. Se fue y tornó con otro. Y así hasta traérmelos todos. Poco tiempo después, tendida en el suelo, mirándonos a mi mujer, a mi hija y a mí, particularmente a mí, se murió. Debió morir reventada.
-Alguna hemorragia -insinúa el doctor.
-Pero esa hemorragia, ¿de qué iba a ser, sino de...?
-¡Claro!
-Por eso les decía yo antes, que estos animales son de más saber que nosotros.
El perro expulsado asoma en la estancia. Leve, cauteloso, entra más y se echa sobre la alfombra porque todos le miran y sonríen. El paralítico también le acoge bondadoso. Es un instante de sencillez, de piedad, que levanta en los corazones la perra muerta hacia el perro vivo. En el huerto, un pavo real lanza tres gritos desgarradores que estremecen a la doncella.
Los amantes miran la inmensa y clara noche, poblada de fantasmas dolientes de árboles, y piensan en los ciegos terrores de aquella pobre ave. Lástimas exquisitas arden en el corazón del poeta. «¡Oh, alma!». Y la envuelve toda su mirada. Los ojos de la doncella, dorados y húmedos, copian la luz de la luna. El amante exprime con los suyos la miel de la boca ansiada.
Otro grito, un ¡ay! largo, implorador, arranca la noche a la bella ave, que oye ladridos de mastines, espantados de sus siluetas proyectadas en las eras.
Los amigos se despiden del tullido. Pero de súbito suenan recios golpes en la puerta. El perro se alza latiendo fieramente, erizado, tremante la doble sierra de sus quijadas terribles.
La puerta se abre, y en el fondo de blancura del plenilunio, se destaca un hombre que lleva sobre sus espaldas dobladas un féretro negro.
En el huerto, el ave real gañe angustiada, enloquecida. La doncella se ampara en el pecho del poeta; rechinan los dientes del paralítico; retroceden, sobrecogidos, los amigos, y el perro se abalanza sobre el hombre espantoso y el ataúd vacila y cae retumbando. Dañan sus golpes como si dentro de las tablas se rompiera un cadáver.
-¿Es aquí donde vive el señor extranjero que ha muerto? -dice desde la calle una voz.
Y nadie le contesta.
Después, el Registrador murmura:
-Aquí no debe ser; no es, ¿verdad?
El funerario arrastra la caja y desaparece. Y entonces los amigos se esfuerzan por reír, y estalla un coro de risas contrahechas, metálicas y lúgubres.
-¡Han oído; pero han oído! ¡Si vive aquí el que ha muerto! -prorrumpe el doctor. Y se oye otra risa fría, incisiva, desconocida. Todos se vuelven. ¿Quién se ha reído? No lo sabe el mismo que la hizo.
Pero los amigos vuelven a la alegría de la vida. Tienen sanidad, tienen hartura. De morir alguno de los reunidos sería el pobre amigo postrado. ¡Oh, el pobre! ¿No han de quererle si le conocen desde chicos? Les parece que vaya a morirse en sustitución de ellos. Verdaderamente, fue siempre honradísimo hombre. ¡Qué tremendo, si no hubiera entre todos este amenazado! En fin... Y se despiden del enfermo con más cariño que nunca.
El tullido les mira con más aborrecimiento que nunca.
-¡Alma, despierta! -dice el poeta besando los ojos de la amada.
Y ella, trémula y blanca, gime:
-¿No viste la Muerte?
-¡Alma, no hay Muerte!
-Muerte hay -e indica sus ropas de luto y a su padre doblado en la butaca.
Los jóvenes acuden a él y le llevan tiernamente a la vidriera; pero el paralítico no ve la noche y vuelve aterrado la mirada hacia el portal.
-¡No hay muerte! -repite el poeta-. Mira la noche, mira los mundos; ¡qué les importa los féretros, los sudarios, las lágrimas de algunos ojos! Todo sigue. ¡Oh, la suprema fusión con el Todo para ser amado en él! Mira la vida, bella ahora en sus tristezas de nieblas y silencio; bella mañana en su sol, y hasta en el gusano que se deleita con el jugo de una hierba pisada. Si los hombres lo amasen todo y ennoblecieran la vida, quitarían la idea de la muerte; ¡nunca hay muerte! ¡La alegría prende en las almas cuando se sienten amadas, y aman y son eternas!...
El poeta enmudece. La gran luna vierte su luz sobre toda la amada. Está inmóvil, rígida; tiene las manos cruzadas; mira al padre y los ojos de la doncella parecen cerrados; su palidez es tan intensa que adelgaza sus mejillas...
Y el poeta, transfigurado, la descansa en su pecho. La amada sonríe y le muestra al enfermo, que atiende dichosamente y ya mira a la noche.
-¡Oh, hijos, no hay Muerte!
Y el poeta le susurra a la mujer:
-Te vi inmóvil, como los muertos; blanca, como los muertos, y ya no me mirabas; y yo, yo, me sentí hundir en una muerte eterna...
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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