El caballero del cisne
Saturnino Calleja Fernández
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Estaba Ninín con sus papás en el Teatro real, viendo la representación de una ópera, y, como los artistas cantaban en italiano, el niño se aburría extraordinariamente de no comprender ni una palabra.
Acabó la representación, y, al volver a casa, le dijo su papá:
— ¿Te ha gustado la representación?
— No, señor; porque no he comprendido nada de los gritos y cantos de la función. Vi que salían hombres y mujeres, y que había estocadas y mandobles, pero ni sé a qué venían ni en qué paraban.
— Pues, oye — dijo D. Saturnino a su hijo, — y te enterarás del argumento de la ópera que acabas de oír:
Una vez había una princesa llamada Elsa, la cual había sido desposeída de sus estados por cierto príncipe usurpador y primo suyo, nombrado Rodolfo, que, sin reparar en nada, dijo delante del emperador que Elsa era incapaz para regir sus territorios. Y como lo que decía estaba dispuesto a probarlo con las armas, no era cosa de que cualquiera se metiese a redentor; porque el tal príncipe tenía unos terribles bigotazos y una fuerza capaz de poner miedo en cualquier pecho no muy esforzado.
Se contaba de él que desbarrigaba a un toro de un puntapié; y que, sujetando a un caballo en cierta ocasión, le arrancó una pata; en fin, que era muy bruto en punto a fuerzas, por lo cual nadie quería exponerse a hacer el papel del buey o del caballo.
Elsa, la pobre, muy afligida de cuanto le pasaba, apeló en vano a los caballeros de la corte para que la defendieran de su primo Rodolfo. Todos dijeron que nones, haciéndose los disimulados para ocultar el miedo que tenían a aquel gigantón. Entonces la princesa pidió protección a Dios, que nunca la niega, y al momento ella y sus cortesanos vieron venir por el río un cisne que tiraba de una barca en la cual iba un caballero armado de punta en blanco. La sorpresa fue tremenda, porque no se ven todos los días cisnes de aquella catadura, y toda la corte, que estaba agrupada a la orilla del río, aguardó a que el caballero de la barca arribase y dijera a qué venía. Desembarcó el desconocido, y en cuanto pisó tierra se volvió al cisne diciéndole:
— iOh lindo animalito de toda mi consideración y aprecio! Muchas gracias por haberme servido de remolcador sin haberme llevado un céntimo. Verdad es que de otro modo no me hubieras traído, porque no tengo un cuarto, ni recuerdo haberlo tenido en la vida.
Después dijo que venía a defender a la princesa contra el malandrín de su primo, y que, si el tal primo tenía valor de combatir con él, le daría algo que contar durante una temporada. Esto es, que pensaba rebanarlo como a una zanahoria.
El gigantón cobró algún miedo al ver al caballero del cisne tan puesto en sus puntos y tan bravo; mas porque no se dijera que se amilanaba, salió espada en mano a ver si todas aquellas bravatas eran de boquilla y todo quedaba en conversación.
Tardó un rato en desenvainar la espada, diciendo a cada momento que iba a atravesar al caballero del cisne como si fuera de manteca.
— Vuélvete a tu barco — le decía, — y no te vengas con bromitas, porque a mí se me figura que la espada que traes es como la de Bernardo, que ni corta ni pincha.
—Mira tú si corta— exclamó el caballero,— que me afeito con ella todos los días, y que parte un pelo en el aire; pero además está encantada, y, como te coja de lleno, te reviento. Conque menos conversación y más pelea.
Al oír el príncipe usurpador que la espada de su contrario cortaba más que una navaja barbera, se le puso la carne de gallina, diciendo para sus adentros:
— Este tío me va a hacer la barba.
Sin embargo, empuñó un largo espadón y se dispuso a combatir como mejor pudiera, teniendo la esperanza de rebanar de un tajo a su adversario.
Pero no fue así; porque a las primeras de cambio, y en cuanto cruzaron las espadas, el caballero del cisne aplicó al buen Rodolfo un cintarazo que le hizo ver las estrellas; y, como la espada del caballero estaba encantada, y además el brazo con que la esgrimía era muy fuerte, el buen príncipe rodó por el suelo sin que le valiera de nada su fortaleza.
Elsa fue proclamada princesa de Brabante, y los caballeros de la corte felicitaron al vencedor, del cual decían que tenía la mano un poco dura para barbero. Además, fue cosa resuelta que el valiente caballero se casara con la princesa. Y aquí viene la dificultad. ¿Cómo se iba a casar Elsa con un caballero desconocido que se negaba a dar su nombre? Y a todo cuanto acerca de su origen se preguntaba al caballero, éste respondía que no se metieran en saber su nombre, porque había hecho promesa formal, es decir, poniéndose serio, de no revelarlo sino para marcharse.
— Si Elsa quiere ser mi esposa sin saber cómo me llamo, bien; si no, me voy con viento fresco. Para tranquilidad de ustedes, básteles saber que soy un caballero muy decente. No debo nada a nadie, y me juego la vida a cara o cruz con el que salga.
— Usted dispense, amigo — le dijeron. — Un hombre de su clase fue nacido para hacer lo que le dé la gana.
Y, en efecto, a poco se celebraron las bodas de Elsa y el desconocido, sin duda por un nuevo sistema.
El caballero dijo a Elsa muy en serio:
— Que no se te ocurra nunca preguntarme quién soy, porque te dejaré abandonada al aire libre en cuanto me molestes.
Elsa se resignó, ¡qué había de hacer la pobre!, y ofreció no preocuparse de un detalle tan insignificante para una esposa como el de ignorar el nombre de su marido. Y ahora viene lo trágico. Aquel príncipe Rodolfo, que había sido tan malamente herido por el caballero del cisne, tenía una esposa y no sé cuántos hijos, y a la pobre le estaban doliendo los estacazos que su marido recibiera. Así fue que proyectó tomar de ellos una cumplida venganza. ¿Y va y qué hace? Pues en cuanto tiene un momento de lugar, después de limpiar la loza de su casa, se va a la de Elsa, con el fin de hacer que riña con el caballero del cisne. Para eso le dice:
— Ten cuidado, hija mía, que, según me aseguran personas que están muy bien enteradas, tu marido es un golfo sin familia ni hogar, que en Madrid dormía en los bancas del Prado por no tener dónde recogerse, y aun hay quien asegura que en sus ratos de ocio se entretenía en coger puntas de cigarros para hacer colección.
Tan escamada se puso Elsa con tales advertencias, que aquella misma noche dijo a su esposo:
— ¡Vaya, esto no puede seguir así! Ahora mismo vas a decirme quién eres o me enfado.
Pero el que se enfadó fue el valiente caballero, el cual le dijo:
— Por la boca muere el pez, y por tu boca vas a perder la dicha. Voy a decirte quién soy, pero ten en cuenta que me largo inmediatamente como dos y dos son cuatro, porque yo debo estar encantado, y mi encanto me impide decir mi nombre sin tomar soleta. Pues verás: me llamo Lohengrin, y soy de una tierra desconocida. Un día, cierta voz misteriosa me hizo coger las armas y embarcarme en una lancha pescadora para venir a defenderte. Ese cisne, que es mi hermano por parte de padre, me sirvió de remolcador... y ahí tienes todo lo que sé de mi propia historia.
Entonces apareció de nuevo el cisne con el barquito; Elsa se desmayó y se arrepintió de su curiosidad; pero Lohengrin desapareció entre la niebla del río, abrigándose con su capa por temor a un reuma o a un catarro gripal.
El público le ve alejarse con sorpresa, haciendo comentarios acerca de cómo mueve el cisne la colita y con esto queda terminada la obra.
Ése es el asunto de la ópera de Wagner, llamada Lohengrin, que algunos de vosotros habréis oído; pero lo que de fijo no sabéis es de dónde tomó el gran músico alemán Wagner el argumento; pues sencillamente de un libro español escrito en 1280 por el rey Alfonso X el Sabio, en donde se cuenta la historia del caballero del cisne.
(0 hr 12 min)Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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