Carta que se encontró a un ahogado
Guy de Maupassant
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¿Me pregunta usted, señora, si me burlo? ¿No puede usted creer que un hombre no haya sentido jamás amor? Pues bien: no, no he amado nunca, nunca.
¿De qué depende eso? No lo sé... Pero no he sentido jamás ese estado de embriaguez del corazón que llaman amor. Jamás he vivido en ese ensueño, en esa locura, en esa exaltación a que nos lanza la imagen de una mujer, ni me vi nunca perseguido, obsesionado, calenturiento, embebido por la esperanza o la posesión de un ser convertido de pronto para mí en el más deseable de todos los encantos, en la más hermosa de todas las criaturas, más interesante que todo el universo. En mi vida he llorado ni he sufrido por ninguna de ustedes. Tampoco he pasado las noches en vela pensando en una mujer. No conozco ese despertar que su pensamiento y su recuerdo iluminan. No conozco tampoco la excitación enloquecedora del deseo, cuando se le espera, y la divina melancolía sentimental, cuando ella ha huido, dejando en el cuarto un perfume sutil de violeta y de carne.
Jamás he amado.
Muy a menudo me he preguntado a qué es esto debido y, verdaderamente, no lo sé muy bien. Aunque llegué a encontrar varias razones, se refieren a la metafísica, y no sé si las apreciará usted.
Analizo demasiado a las mujeres para dejarme dominar por sus encantos. Pido a usted mil perdones por esta confesión que explicaré. Hay en toda criatura dos naturalezas diferentes: una moral y otra física.
Para amar tendría que descubrir, entre esas dos naturalezas, una armonía que no hallé jamás. Siempre una de las dos hállase a mayor altura que la otra; unas veces la naturaleza física, y otras la moral.
La inteligencia que tenemos el derecho de exigir a una mujer para amarla no tiene nada de común con la inteligencia viril. Es más y es menos. Es menester que una mujer tenga el entendimiento franco, delicado, sensible, fino, impresionable. No necesita dominio ni iniciativa en el pensamiento, pero es menester que tenga bondad, elegancia, ternura, coquetería y esa facultad de asimilación que en poco tiempo la hace semejante al hombre, cuya vida comparte. Su primerísima cualidad debe ser la sutileza, ese delicado sentido que es para el alma lo que el tacto es para el cuerpo. La revelan mil cosas insignificantes: los contornos, los ángulos y las formas en el orden intelectual.
Las mujeres bonitas, en general, no tienen una inteligencia en consonancia con su persona. A mí, el menor defecto de concordia me hiere la vista al primer momento. Esto no tiene importancia en la amistad, que es un pacto en el cual se transige con los defectos y las cualidades. Se puede, al juzgar a un amigo o a una amiga, dándose cuenta de sus buenas condiciones, prescindir de las malas y apreciar con exactitud su valor, abandonándose a una simpatía íntima, profunda y encantadora.
Para amar, hay que ser ciego, entregarse completamente, no ver nada, no razonar, no comprender. Hay que hallarse dispuesto a adorar las debilidades tanto como las bellezas y, para esto, renunciar a todo juicio, a toda reflexión, a toda perspicacia.
Soy incapaz de cegarme hasta ese punto y muy rebelde a la seducción no razonada.
Pero no es todo eso. Tengo tan elevado concepto de la armonía, que nada realizará nunca mi ideal. ¡Va usted a tacharme de loco! Escúcheme. Una mujer, a mi juicio, puede tener un alma deliciosa y un cuerpo encantador, sin que su alma y su cuerpo estén perfectamente de acuerdo. Quiero decir que las personas que tienen la nariz de una forma especial no pueden pensar de cierto modo. Los gruesos no tienen el derecho de usar las mismas palabras que los delgados. Señora: usted, que tiene los ojos azules, no puede observar la existencia, juzgar las cosas y los acontecimientos como si tuviera los ojos negros. Los matices de su mirada deben corresponder fatalmente con los matices de su pensamiento. Para comprender todo esto tengo el olfato de un perro perdiguero. Ríase si le place, pero es tal como lo digo. Creí, sin embargo, haber amado un día durante una hora. Me dejé dominar tontamente por la influencia de las circunstancias que nos rodeaban. Me había dejado seducir por un espejismo boreal. ¿Quiere usted que le refiera esta historia?
Una noche me tropecé con una encantadora personita, muy exaltada, la cual, para satisfacer una fantasía poética, quería pasar la noche conmigo en una lancha, en medio del río; yo hubiera preferido un cuarto y una cama, pero, a pesar de todo, acepté la barca y el río.
Estábamos en el mes de junio. Mi amiga había escogido una noche de luna para dar rienda suelta a su exaltacion.
Comimos en un ventorrillo, a la orilla del agua, y a las diez nos embarcamos. La aventura me parecía estúpida; pero como mi compañera me gustaba, no me enfadé. Sentándome en el banco frente a ella, cogí los remos y partimos.
No podía negar que el espectáculo era encantador. Bordeábamos una isla montañosa, llena de ruiseñores, y la corriente nos impulsaba rápidamente por el agua, cubierta de reflejos plateados. Por doquiera oíamos el grito monótono y claro de los sapos; croaban las ranas en las orillas, y los rumores del agua corriente formaban alrededor nuestro un sonido confuso, casi imperceptible, inquietante, que nos daba una vaga sensación de miedo misterioso.
El encanto de las noches cálidas y de las aguas brillantes con el reflejo de la luna nos invadía.
Daba gusto vivir y, navegando de aquel modo, soñar y sentir al lado de una mujer tierna y hermosa.
Encontrábame algo conmovido, emocionado, embriagado por la claridad de la luna y con la obsesión de mi compañera. "Siéntese usted a mi lado", me dijo. Obedecí. Ella repuso: "Dígame versos". Pareciéndome demasiado, me negué a complacerla. Insistió. Decididamente le gustaban las cosas por todo lo alto; quería que se tocara la cuerda del sentimiento a toda orquesta desde la luna hasta la rima. Acabé por ceder y le recité, por burla, una deliciosa composición de Luis Bouilhet, cuyas estrofas dicen:
Odio ante todo al lacrimoso vate que frente al estrellado firmamento musita un nombre, al que sin Lisa o Juana le parece vacío el universo.
¡Oh, qué graciosa gente la que cuelga faldas sobre la fronda de los llanos, y en la verde colina cofias blancas para que el mundo tenga algún encanto!
¿Qué sabe de la música divina, vibrante voz de la Natura eterna, quien no gusta de ir solo en las cañadas y al susurrar del bosque sueña con hembras?
Creí que se enfadaría, pero no fue así.
—¡Qué verdad es eso! —murmuró.
Quedéme estupefacto. ¿Habría comprendido?
Poco a poco nuestra barca se acercó a la orilla, penetrando bajo un sauce, que la detuvo. Cogiendo a mí compañera por el talle, acerqué con dulzura los labios a su cuello. Pero me rechazó con un movimiento irritado y brusco, diciendo:
—¡Suélteme! ¡Es usted un grosero!
Procuré atraerla. Ella se defendía agarrándose al árbol; por poco vamos al agua. Juzgué prudente desistir de mis pretensiones. Entonces ella dijo:
—Le ruego que siga remando. ¡Estoy tan bien aquí! ¡Sueño! ¡Es tan agradable!
Después, con un poco de ironía en el acento, añadió:
—¿Tan pronto ha olvidado usted los versos que acaba de recitar?
Era justo. Callé.
—Vamos, reme usted —me dijo, y cogí de nuevo los remos.
Empezaba a parecerme la noche muy larga, y ridícula mi actitud.
Mi compañera me preguntó:
—¿Quiere usted hacerme una promesa?
—Sí. ¿Cuál?
—Permanecer tranquilo y correcto, discretamente, mientras yo...
—¿Qué?
—Verá usted. Quisiera echarme en el fondo de la barca, a su lado, mirando las estrellas.
—Comprendo —exclamé.
—No, no comprende usted —replicó ella—. Vamos a echarnos uno al lado del otro; pero le prohíbo que me toque, que me abrace; en fin..., que..., que me acaricie...
Prometí. Entonces ella advirtió:
—Si hace usted un movimiento inconveniente, haré zozobrar la barca.
Y nos echamos en el suelo, uno al lado del otro. Los vagos balanceos de la canoa nos mecían. Los ligeros rumores de la noche, llegando más distintos al fondo de la embarcación, nos hacían vibrar, estremeciéndonos. ¡ Sentía crecer en mí una extraña y punzante emoción, una ternura infinita, algo como una necesidad de abrir los brazos para estrechar en ellos alguna cosa, y el corazón para amar, de entregarme a alguien, de entregar mis pensamientos, mi cuerpo, mi vida, todo mi ser!
Mi compañera murmuró como en un sueño:
—¿En dónde estamos? ¿Dónde vamos que parece que abandono este mundo? ¡Qué dulzura más grande! ¡Oh! Si me amara usted... un poco.
El corazón me latía con violencia. Nada pude responder; me pareció que la amaba. No sentía ningún deseo violento. Estaba muy bien de aquel modo a su lado; me parecía suficiente aquello.
Y permanecimos largo rato, largo rato, inmóviles. Nos habíamos cogido una mano; una fuerza misteriosa nos contenía: una fuerza desconocida, superior, una alianza pura, íntima, absoluta de nuestros cuerpos que eran el uno del otro sin tocarse. ¿Qué significaba aquello? ¿Lo sé yo? ¿Amor quizás?
El día clareaba poco a poco. Eran las tres de la madrugada. Lentamente una inmensa claridad invadía el cielo. La canoa tropezó con algo. Me incorporé: habíamos llegado a un islote.
Permanecía en éxtasis, encantado. Frente a nosotros, en toda la extensión, el firmamento se iluminaba de un rojo violáceo, salpicado de nubes entrelazadas semejantes a un humo dorado. El río estaba de color purpúreo y tres casas de la orilla parecían arder.
Inclinéme hacia mi compañera para decirle:
—Mire usted.
Pero me callé de pronto enloquecido y solamente la vi a ella. También ella estaba bañada en la luz rosada, un rosa de carne mezclado con un poco del matiz del cielo. Sus cabellos eran de color de rosa, de color de rosa eran también sus ojos y sus dientes, su traje, sus encajes, su sonrisa. Todo era del color de rosa. Y tan enloquecido estaba que creí tener a la aurora ante mí.
Se levantó dulcemente tendiéndome sus labios. Inclinéme hacia ellos, estremecido, delirante; sintiendo muy bien que iba a besar el cielo, la dicha, un sueño convertido en mujer, un ideal descendido a la humanidad.
Pero entonces ella me dijo:
—Tiene usted una oruga en el pelo.
¡Y por esto sonreía!
Me pareció que había recibido un fuerte golpe en la cabeza.
De pronto me sentí como si hubiera perdido toda la esperanza que tenía en el mundo.
Esto es todo, señora. Es pueril, tonto, estúpido. Desde ese día creo que no amaré jamás... Pero... ¿quién sabe?
El joven sobre cuyo cuerpo se halló esta carta fue sacado ayer del Sena, entre Bougival y Marly. Un marinero compasivo que lo había registrado para saber su nombre presentó el papel que acabamos de copiar.
8 de enero de 1884
(0 hr 20 min)Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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