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La máscara del dominó negro

Gelesen von Alba

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Era, seguramente, por ei aire de misterio que parecía envolverla, la máscara más interesante que había aquella noche en el Real.

De pie enmedio del salón, apoyábase indolente en uno de esos bastones de la época del Directorio, ligeros y frágiles como juguetes, caprichosamente adornado de cintas y flores. Iba sencillamente vestida con un dominó de seda negro, amplio y largo, tachonado de lentejuelas doradas. A través del antifaz, que le cubría por completo la cara, brillaban sus ojos negros como la noche. Sobre el pecho caíale desmayado un ramo de violetas marchitas.

Me acerqué a ella, y después de unas frases banales, la invité a que diésemos una vuelta por el salón. Cogióse de mi brazo sin decir palabra. Su andar era lento y solemne. Si las estatuas tuvieran el don del movimiento así debían caminar. Fue en vano que la interrogase, haciéndola esas preguntas indiscretas propias del lugar y de la ocasión. «¿Cómo se llama?» «¿Esperaba a alguien?» «¿Había ido al baile sola o acompañada? » «A juzgar por la gentileza de su cuerpo debía de ser muy bonita». Pero mi desconocida, indiferente a mis palabras, callaba obstinada, sin contestarme más que con impertinentes monosílabos:— «Sí... No...»

De pronto, estrechándome el brazo instintivamente y juntando su cuerpo al mío, me dijo con voz queda, dulce como un suspiro de amor:

—¡Tengo frío, mucho frío!

Cogí sus manos y sus manos estaban heladas. ¡Y en el salón había un calor de cuarenta grados sobre cero! Pensé que se habría puesto repentinamente enferma, y cada vez más interesado por aquella extraña mujer, la invité a que pasáramos a un gabinete del restaurant, donde haríamos encender un buen fuego y beberíamos juntos, si tanta era su bondad, unas copas de champagne.

La máscara del dominó me estrechó la mano en señal de agradecimiento.

—¡Oh!—dijo.—Es un frío de muerte —al hablar sus dientes castañeteaban y su cuerpo se extremecía con temblor nervioso. — ¡Un frío de muerte!

Una vez instalados en el gabinete y encendida la chimenea, mi desconocida se sentó ante el fuego, contemplando, pensativa y muda, el fantástico vaivén de las llamas.

Me acerqué a ella galante y la invité a que se quitara la máscara y bebiese conmigo una copa de champagne.

Movió la cabeza en señal de negación, y luego, después de una pausa, me dijo con voz grave y solemne, clavando en mí sus ojos que brillaban febriles:

—No quiera usted saber quien soy... ¿Para qué? ¡Maldito afán del hombre por averiguarlo todo! La verdad es causa de la desilusión... Piense usted de mi lo que quiera... Piense usted de mí que soy joven y bonita y alegre y complaciente... Crea usted que no hay otra verdad positiva que la mentira.

Quedó otra vez silenciosa, y luego, con voz triste:

—Hace usted mal en acompañarme... Ya ve usted que soy una máscara muy poco divertida...

Y suspirando:— Es imposible que podamos entendernos... Hace ya mucho tiempo ¡mucho tiempo!, que las pasiones del mundo no hacen latir mi corazón. Cuerpo muerto, alma muerta, estoy incapacitada lo mismo para el amor que para el odio.

Un poco excitado por el champagne y deseoso de descubrir el misterio que rodeaba a aquella mujer, la interpelé irritado y nervioso.

—¡Basta ya de engaños! ¡Quítate esa careta para que mis ojos te vean! ¡Hagamos del Carnaval fiesta de la verdad! ¡Tengo necesidad de saber quien eres, tengo necesidad de saber lo que piensas, tengo necesidad de saber lo que sientes!

Mi desconocida seguía silenciosa, fija toda su atención en el llamear de los troncos.

—Yo no sé que pensar de ti— seguí increpándola.—Eres un enigma, eres el Enigma. ¿Por qué gozas así en el engaño y en el misterio? ¡Habla, mujer, habla y justifícate!

La máscara movió los labios como si rezara, y luego, con toz solemne:

—¡Cúmplase tu Toluntad, Dios mío!

Y poniéndose en pie se arrancó con ademán violento el antifaz y me miró decidida a la cara.

—¡Aqui me tienes!

La miré espantado. Aquella mujer parecía una muerta, era una muerta. Pálida, de una palidez mate, los ojos apagados, sin brillo, las labios blanquecinos, las mejillas flacidas y exangües, el pelo lacio, cayéndole desmayado sobre la frente, la máscara del dominó se me imaginó como un cadáver que se hubiese escapado de su tumba.

—Aquí me tienes—siguió hablándome con su voz tenue y dolorida.— ¿Te parezco hermosa? ¡Ay, un tiempo lo fui! Pero ya no puedo inspirar sino horror o compasión.

Y después de un silencio:

—Voy a contarte mi historia, toda mí historia... Va a hablar por mi boca la voz de la verdad. Dios me lo manda. Que Él me perdone. Pero permítame que continúe calentándome en el fuego. Estoy helada... Tú no puedes imaginarte lo que es el horror de este frío... Ya te lo he dicho antes: es un frío de muerte, que me penetra hasta los huesos, que paraliza mis movimientos, que me congela la sangre en las venas... ¡Y no hay fuego que pueda darme calor!

—Oye—continuó—mi trágica historia. Seré breve. ¡A.y, solo Dios sabe el trabajo que me cuesta hablar! Hace ya muchos años que vine una noche a un baile de máscaras del Real. Iba acompañada del Amor. Y mi marido, a quien creíamos ausente de Madrid, nos sorprendió aleve, cuando nos entregábamos, confiados, a las ternuras del amor. El drama ocurrió en un cuarto igual a éste, quizás en este mismo cuarto. Mi marido al vernos abrazados, se echó a reir con una risa de dolor y espanto como yo no he oido nunca. Luego; sobre seguro, a quema ropa, disparó primero sobre mi amante y después sobre mí los seis tiros de su revolver. ¡Aun mismo tiempo lanzamos nuestro último suspiro de amor y nuestro último suspiro de vida!

Y desabotonándose rápidamente el dominó me mostró su pecho desnudo, desgarrado por dos anchas heridas, frescas aún, por las que manaba impetuosa la sangre.

—Estas son las dos heridas que me causaron la muerte, y que todos los años, tal noche como esta vuelven a abrirse...

Yo la oía aterrado, sin atreverme a interrumpirla.

—¿La muerte?

—Sí; la muerte. Como castigo a mi delito Dios me manda que venga todos los años a este baile del Real. Por eso me tienes aquí. ¿Comprendes ahora por qué te decía que las pasiones del mundo no pueden hacer latir mi corazón?

Dieron las cuatro. Al sonar la última campanada la mujer del dominó se puso en pie.

—Adiós. Es mi hora. Antes de que amanezca tengo que estar allí... Toma, como recuerdo de esta noche, este ramo de violetas, muertas como yo.

Abrió la puerta y desapareció. Yo la dejé ir, sin intentar detenerla. Y ya de mañana, cuando entró el camarero en el cuarto, me encontró dormido sobre una silla, apretando convulsivamente entre las manos un ramillete de violetas marchitas.

En el suelo había unas cuantas manchas de sangre, fresca aún. Sobre la mesa veíanse vacías dos botellas de champagne.


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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La máscara del dominó negro

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Read by Alba