Las tres misas
Gelesen von Alba
Alphonse Daudet
¡Tilín!... ¡Tilín!... ¡Tilín!...
La misa de media noche comienza. En la capilla del castillo, que es una catedral en miniatura, de arcos entrecruzados y zócalos de roble que cubren las paredes, se han tendido todas las colgaduras, se han encendido todos los cirios. ¡Y cuánta gente! ¡Y qué trajes! En primer lugar, sentados en los sillones esculpidos que rodean el coro, están el señor de Trinquelague, vestido de tafetán color salmón, y a su lado los nobles señores invitados. Enfrente, en reclinatorios tapizados de terciopelo, se han instalado la anciana marquesa viuda, con su vestido de brocado color de fuego, y la joven señora de Trinquelague, con la cabeza cubierta por una alta torre de encaje, plegada a la última moda de la corte de Francia. Más abajo se ve, vestidos de negro, con grandes pelucas puntiagudas y rostros afeitados, al juez Tomás Arnoton y al escribano maese Ambroy, dos notas graves entre las sedas vistosas y los damascos recamados. Luego vienen los gordos mayordomos, los pajes, los picadores, los intendentes, la dueña Bárbara, con todas sus llaves colgadas de la cintura, en un llavero de plata fina. En el fondo, sentados en escaños, están los de menor cuantía, las criadas, los cortijeros con sus familias, y más allá, al lado mismo de la puerta que abren y cierran discretamente, los señores marmitones que van, entre dos salsas, a oír un poco de misa y a llevar un olorcillo de cena a la iglesia de fiesta, entibiada con tantos cirios encendidos.
¿Es la vista de sus gorras blancas lo que tanto distrae al oficiante? ¿No sería, más bien, la campanilla de Garrigú, esa endiablada campanilla que se agita al pie del altar con infernal precipitación, y que parece estar diciendo a cada rato?
-¡Despachemos, despachemos!.. Cuánto más pronto hayamos concluido, más pronto nos sentaremos a la mesa.
El hecho es que cada vez que suena aquella campanilla del demonio, el capellán se olvida de su misa y no piensa sino en la cena. Se figura las cocinas rumorosas, los hornillos en que arde un fuego de fragua, el vaho que sale de las cacerolas entreabiertas, y entre aquel vaho dos magníficos pavos, rellenos, reventando, constelados de trufas...
O bien ve pasar filas de pajes llevando fuentes envueltas en tentador humillo, y entra con ellos en el gran salón dispuesto ya para el festín. ¡Oh delicia! Aquí está la inmensa mesa, atestada y resplandeciente, los pavos adornados con sus plumas, los faisanes abriendo sus alas rojizas, los botellones color rubí, las pirámides de frutas brillando entre las ramas verdes, y los maravillosos pescados de que hablaba Garrigú, (¡Garrigú, hum!) tendidos en un lecho de hinojo, con la escama nacarada como si acabaran de salir del agua, y con un ramilletito de hierbas aromáticas en su boca de monstruos. Tan viva es la visión de aquellas maravillas, que a don Balaguer le parece que todos aquellos platos estupendos están servidos delante de él, sobre los bordados del mantel del altar, y dos o tres veces, en lugar de decir Dominus vobiscum, llegó a decir Benedicite... Fuera de esas pequeñas equivocaciones, el buen hombre despacha el oficio divino muy concienzudamente, sin saltar una línea, sin omitir una genuflexión, y todo anda muy bien hasta el fin de la primera misa, pues ya sabéis que el día de Navidad el mismo oficiante debe celebrar tres misas consecutivas.
-¡Y va una! -se dijo el capellán, lanzando un suspiro de alivio; luego, sin perder un minuto, hizo señas a su monaguillo, o al que creía su monaguillo, y...
-¡Tilín!... ¡Tilín!... ¡Tilín!...
La segunda misa comienza, y con ella el pecado de don Balaguer.
"¡Vaya!, despachemos", le grita con su vocecita agria la campanilla de Garrigú, y esa vez el desgraciado oficiante, entregado completamente al demonio de la gula, se lanza sobre el misal, y devora las páginas con la avidez de un espíritu sobreexcitado. Se inclina, se levanta frenéticamente, esboza apenas las señales de la cruz, las genuflexiones, acorta todos sus ademanes para acabar más ligero... Apenas si extiende los brazos cuando el Evangelio; apenas si se golpea el pecho en el Confiteor. Parece que entre el monaguillo y él apostaran a quién balbucea con más prisa. Los versículos y las respuestas se precipitan, se atropellan. Las palabras medio pronunciadas, sin abrir la boca, cosa que tomaría demasiado tiempo, terminan en murmullos incomprensibles.
-Oremus... ps... ps... ps.
-Mea culpa... pa... pa...
Como vendimiadores apurados pisando la uva del tonel, ambos chapuzan en el latín de la misa, enviando salpicaduras a todos lados.
-¡Dom... scum!.. -dice Balaguer.
-Stutuo... -contesta Garrigú. Y mientras tanto la campanilla sigue repiqueteando a sus oídos, como los cascabeles que se ponen a los caballos de posta para hacerlos galopar con mayor rapidez. Ya pueden ustedes darse cuenta de que una misa rezada tiene que terminar muy pronto de ese modo...
-¡Y van dos! -dijo el capellán, jadeante. Luego, sin perder tiempo en respirar, rojo, sudando, baja a la carrera las gradas del altar, y...
-¡Tilín!... ¡Tilín!... ¡Tilín!...
Comienza la tercera misa. Ya no hay que dar sino unos cuantos pasos para llegar al comedor; pero ¡ay! a medida que se aproxima la cena, el infortunado Balaguer se siente acometido por una locura de impaciencia y de glotonería. Su visión se acentúa, las carpas doradas, los pavos asados están allí, allí... los toca... los... ¡Oh, Dios mío!.. Las fuentes humean, los vinos embalsaman... Y sacudiendo su badajo endiablado, la campanilla le grita:
-¡Ligero, ligero, más ligero!...
Pero ¿cómo andar más ligero? Sus labios se mueven apenas. Ya no pronuncia las palabras... Sólo que trampeara completamente a Dios y le escamoteara su misa... ¡Y es lo que hace el desdichado! De tentación en tentación comienza por saltar un versículo, luego dos. Luego, la epístola es demasiado larga y no la termina, roza apenas el Evangelio, pasa ante el credo sin entrar en él, saltea el padrenuestro, saluda de lejos el prefacio, y a saltos y brincos se precipita en la condenación eterna, seguido siempre por el infame Garrigú, (¡Vade retro, Satanás!) que lo secunda con maravillosa comprensión, le levanta la casulla, vuelve las hojas de dos en dos, maltrata los atriles, vuelca las vinajeras, y sacude sin cesar la campanilla, cada vez más fuerte, cada vez más ligero...
¡Hay que ver la cara sorprendida de todos los concurrentes! Obligados a seguir por la mímica del sacerdote aquella misa de la que no entienden una palabra, unos se levantan cuando otros se arrodillan, se sientan cuando los demás se ponen de pie, y todas las fases de aquel oficio singular se confunden en los escaños en una multitud de actitudes diversas. La estrella de Navidad, en camino por los senderos del cielo, dirigiéndose hacia el pequeño establo, palidece de espanto al ver aquella confusión...
-El abate anda demasiado a prisa... No se le puede seguir -murmura la anciana viuda agitando la cofia con desvarío.
Maese Arnoton, con sus anteojos de acero sobre las narices, busca en su libro de misa por dónde diablos pueden ir. Pero, en el fondo, toda aquella buena gente, que piensa también en cenar, no se disgusta ni mucho menos de que la misa vaya como por la posta, y cuando don Balaguer, con la cara radiante, se vuelve hacia la concurrencia gritando con todas sus fuerzas el ¡lte missa est! todos a una voz, en la capilla, le contestan con un Deo gratias tan alegre, tan arrebatador, que parece el primer brindis en la gran mesa de la cena...(0 hr 7 min)
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.