Los tres poderes


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Érase que se era un rey que tenía tres hijos; los vistió de colorado... y ya está el cuento empezado.

Y en verdad no los vistió de colorado, sino de negro, color de luto; porque el bueno del rey estaba para morir cuando llamó a ios tres hijos, y les habló de esta manera:

— Ya véis cuan de prisa me voy al panteón, sin llevarme a él más de lo que querráis ponerme por mortaja; no me llevo mi reino, ni mis riquezas, ni mis honores, ni mis palacios, porque es la fosa tan estrecha, que en ella no cabe sino el cuerpo. Lo demás ahí queda para vosotros. Pero puedo llevarme un consuelo, que ese no ocupa lugar, e irá sentado en mi corazón. Y es el de saber que os repartís mi herencia sin disputas ni rencores que turben la paz de mi sepultura. Así, pues, escoja cada cual de vosotros !a parte que apetezca, y si no hubiera conformidad, yo la pondré en las pocas horas que me restan.

—Yo—dijo el mayor—escojo la corona, con el poder y autoridad que representa. Y no pido nada fuera de justicia, porque ellos tocan al primogénito, según leyes y costumbres de nuestro reino.

—Dices bien; tuya es la corona.

—Yo — dijo el segundo—escojo los tesoros y haciendas, porque es justo que quien es hijo y hermano de reyes tenga con qué sustentar el decoro de la majestad.

— Y si os lleváis todo por derecho de primacía, qué dejáis para vuestro hermano menor, que es tan hijo y hermano de reyes como los sois vosotros?

— Le quedan los palacios de la ciudad y de recreo que no deba ocupar el rey futuro.

—Ni los necesito ni los quiero—dijo el menor,—porque palacio sin rentas, antes da risa que respeto. Dejadme solamente la biblioteca de la familia. No hará gran falta a mis hermanos; y si les fuere menester, bien podrán el uno conquistar y el otro comprar biblioteca mejor que ésta. Y os juro por el reposo de nuestro padre, que mi elección va tan conforme con mi gusto y quedo tan contento con mi parte, que no habría escogido otra a ser yo el primogénito.

—Hágase como lo pedís. Y muero tranquilo, puesto que os dejo en paz.

Y murió el buen viejo, que había sido un buen monarca, aunque, por tradición de su país, monarca despótico, como se echa de ver por el reparto que hizo de su herencia, sin sujetarse a otra ley que su voluntad.

Ulrico, que así se nombraba el hijo mayor, entró a gobernar su reino, un estado constituido autoritariamente en la semicivilización de la antigua autocracia slava.

Wladimiro, el segundo, pasó a gozar de su opulencia, llevando vida de príncipe rico, parte soberano en cuanto a los fueros, preeminencias y ventajas, y parte vasallo en cuanto a la independencia de la vida y la persona, estado cómodo y envidiable, tan libre de la obligación de mandar como descansado de la pesadumbre de obedecer.

Sergio, el menor, se dio a perfeccionar su sabiduría, que y a era grande, y a cultivar su entendimiento, que no era poco, según se puede advertir por la elección de su herencia.

El rey Ulrico disponía a su antojo de vidas y haciendas, mandaba los ejércitos de tierra y mar, recibía embajadas de soberanos extranjeros y homenajes y reverencias de los subditos propios. Pero, no poseyendo otras rentas que las de su lista civil, no muy abundante, vivía con modestia desproporcionada a tan grande poder y autoridad. Y envidiaba a su hermano Wladimiro. Wladimiro vivía con tanto rumbo y boato, que mejor que príncipe de las rudas dinastías slavas, se le creyera un príncipe de las antiguas dinastías babilónicas. Festines, banquetes en su palacio de la ciudad, cabalgatas y monterías en sus palacios de recreo, legiones de criados y de aduladores, corte de parásitos más numerosa que la corte oficial de su rey. Pero no tenía el poder soberano. Y envidiaba a Ulrico. El uno se emborrachaba en una orgía de autoridad; el otro en una orgía de placer.

Y ambos concordaban únicamente en una cosa: en desdeñar a Sergio, que, ni rico ni poderoso, pasaba sus días en el estudio y la meditación.

—Todo lo puedo yo con mi acero—decía Ulrico acariciando con la mano su espada, ante la cual temblaban sus vasallos.

—Todo lo puedo yo con mi oro—decía Wladimiro, tirando al aire sus monedas ante las cuales se humillaban las turbas y se abrían las puertas y se doblaban las voluntades y los amores.

Y efectivamente; el rey, a fuerza de tiranías, cohechos y exacciones, pudo ser y fue rico, chupando la sangre de sus subditos.

Y el príncipe, a fuerza de dádivas y corrupciones, se atrajo gran golpe de parciales —que el oro los recluta fácilmente entre los malos,—los cuales le proclamaron por rey de un territorio vecino.

Ulrico y Wladimiro quedaron henchidos de satisfacción y de orgullo pensando que habían y a encadenado la felicidad.

El mando y la riqueza piden tanta suerte para conseguirlos, como discreción para emplearlos. Y de esta cualidad carecían precisamente ambos reyes; por lo cual se desesperaban viendo con sorpresa y con ira que con todos sus esplendores deslumbrantes, ni la fuerza conquista ni el oro compra una sola lucecilla de entendimiento. Y aquellos dos pobres de inteligencia, si alguna vez la tuvieron en su espíritu, nunca la descubrieron por falta de labor y cultivo. Porque estaban criados a la usanza de aquellas razas antiguas, que fiaban todo a los prestigios de la alcurnia y de la fuerza. Bastábales con saber echar una firma garabatosa ó manejar una espada reluciente. Cualquier otro oficio, así fuese liberal, era reputado por vil y digno sólo de gentecillas asalariadas para discurrir por los magnates, quienes se hacían servir el alimento intelectual de la misma manera que el alimento corporal, por servidores mercenarios.

Así se embrutecieron aquellas razas; así se petrificaron aquellas naciones, purgando en la dominación extranjera el pecado de subvertir la obra de la naturaleza, que coloca el cerebro en la cima de la figura humana para mostrar su supremacía. Y así lo pagaron los soberbios príncipes. Sus depreciaciones, tiranías y derroches, provocaron la ira de sus subditos y la enemistad de otros reinos, y la guerra de afuera, ayudada de la revolución de dentro, devoró en pocos días el poder de Ulrico y Wladimiro, que parecían sentados sobre tronos inconmovibles de acero y oro. Combatidos, derrotados y abandonados de los que fueron cortesanos de la fuerza y parásitos de la fortuna, que se pegan al manto y no a la persona de los reyes, hubieron de huir de sus reinos con más priesa que equipaje y más miedo que comitiva para quitárselo.

El pueblo desbordado, que, como los ríos, toma en una hora venganza de los diques y presas que lo oprimieron durante muchos años, se desquitó de las tiranías pasadas incendiando los palacios y castillos de sus reyes. Y no se libró de la ruina general el pobre Sergio, porque en tales desquites suelen las familias padecer las culpas de las personas.

Los tres hermanos pudieron, con grandes fatigas, refugiarse en una nave extranjera que los dejó en isla remota y gobernada al uso patriarcal.

Ulrico desembarcó antes que los otros, con paso firme y cabeza erguida, como quien está acostumbrado a ser el primero en todo.

Siguióle Wladimiro, pisando con cautela para no poner el pie en el lodo y suciedad del camino y mirando con asco las toscas viviendas del país, como quien no sabe vivir sino en medio de sederías, tapices y regalo.

Iba detrás Sergio con cara de gozo y mirada de curiosidad satisfecha, como quien se recrea en conocer cosas y costumbres nuevas. Su amor al estudio le daba allí la felicidad que faltaba a sus hermanos.

Erraron durante algunas horas por la población solos y tristes, sin más abrigo que la ropa puesta y sin dinero para albergarse porque los crueles revolucionarios les despojaron de todo lo que tenía valor. Únicamente se había salvado una cosa: un libro que Sergio se llevó consigo, y eso porque en el país era objeto despreciado que nadie quería.

Cogióles la noche y durmieron en mitad de la calle. Y durmieron mal y poco, porque no tardó en despertarles una guardia de la policía advirtiéndoles que en aquel pueblo no se consentía la vagancia ni la mendicidad. Al verse tratados de tal manera los dos orgullosos monarcas se desmandaron contra el guardia, y éste los llevó presos ante el jefe de la isla.

—¿Por qué dormíais en la calle?—les preguntó.

— Porque no tenemos nada.

— Pues hay que ganarlo con el trabajo. Se os dará ocupación. Tú, ¿qué sabes hacer?

— Yo , mandar,—dijo Ulrico.

—Buen oficio mientras haya quien obedezca.

—Yo, gastar,—respondió Wladimiro.

—Buen oficio mientras haya dinero.

—Hemos perdido reinos y riquezas, todo, todo.

—Vosotros habréis perdido todo, yo nada, —dijo Sergio.

—¡Pues si ni tú ni nosotros tenemos más que lo que traemos encimal

—Por eso no he perdido nada. He salvado todo mi equipaje; lo traigo puesto: en el cerebro.

— ¿Y tu biblioteca?

—También la traigo: en la memoria.

—Pues tú serás el único que vivas aquí.

Y los dos soberbios príncipes quedaron humillados ante aquel a quien tanto despreciaban, aprendiendo tardíamente que sólo hay poder firme e imperecedero: el del entendimiento.


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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