Al día siguiente
Miguel Sawa
Read by Alba
Los dos despertaron al mismo tiempo, y al verse juntos se miraron sorprendidos, aun inconscientes por el sueño. Después juntaron sus manos instintivamente y se sonrieron.
—Buenos días, marido.
—Felices, vida mía.
Y como hay algo que no puede expresarse con la palabra, los dos continuaron mirándose largo rato en silencio, diciéndose con los ojos todas aquellas cosas admirables que los enamorados se dicen en tales casos.
Pero de pronto ella cerró los ojos, y poniendo en su acento, mimoso como un arrullo, toda la maliciosa coquetería de una mujer experimentada:
—Pero, ¿qué miras?
Llegaban hasta la alcoba, amortiguados por la distancia, los múltiples ruidos de la calle, y a través de las lujosas cortinas que cubrían la puerta se filtraba el sol, alumbrando suavemente la estancia.
—Tengo pereza de levantarme.
—Y yo también.
Ambos, dominados por el enervamiento, aspiraban con fruición, como un perfume, la atmósfera tibia, propia de un nido, que reinaba en la alcoba.
—Mira—dijo él de repente con voz emocionada—yo he oído decir muchas veces que la felicidad era un absurdo, una utopia... Pero tú y yo, alma mía, tenemos el derecho de afirmar que la felicidad existe; que no es una quimera, como aseguran unos cuantos desesperados. ¡Sí! La felicidad existe, supuesto que nosotros somos felices.
Y con apasionamiento, con verdadero entusiasmo, añadió:
—¡Ah, vida mía! Yo sé que la causa de nuestra dicha es amarnos como nos amamos. Pues bien: de los dos depende, única y exclusivamente de los dos, que nuestra felicidad sea eterna. ¡Amémonos siempre como nos amamos ahora!
Juraron solemnemente uno y otro, con el loco apasionamiento de verdaderos enamorados, amarse toda la vida con la misma cantidad de pasión que sentían en aquellos instantes.
Después sellaron el pacto con un beso.
*
Cuando se levantaron se dirigieron cogidos de la mano al balcón, y miraron alegremente al cielo, teñido fuertemente de azul, como en los mejores días de primavera.
—¡Qué hermosa tarde!
Sentíanse ruidos misteriosos en el aire, algo así como si los átomos se acariciaran. El jardín, dorado por los rayos del sol, renacía a la vida. Los capullos se entreabrían; oíase germinar la tierra...
Los esposos, entusiasmados, se miraron alegremente.
—Mira, es la Naturaleza que se viste de gala para celebrar nuestra felicidad.
Y repitió una frase que había leído en no recordaba qué novela.
—Nuestra dicha es un cielo como ese, sin nubes; un cielo siempre azul.
Ella, entonces, miró preocupada a lo alto.
¡Ah! Ahora estaba bien azul, pero, ¡Dios mío! ¿duraría mucho el buen tiempo?
Y asustó a su marido con esta exclamación:
—¡Pero por qué la primavera no ha de ser eterna!
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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Al día siguiente | 7:03 | Read by Alba |