La mariposa blanca
José Selgas Carrasco
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CAPÍTULO VI
Algo extraordinario debía ocurrir en la casa de Berta, porque el ama de llaves parecía dominada por un repentino desasosiego, que no le dejaba ni un momento de reposo. Iba y venía, subía y bajaba, entraba y salía con el aturdimiento del que no se da cuenta de su movilidad. Era una especie de ataque de nervios que había duplicado en un momento la casera actividad del ama de llaves. A lo mejor se paraba bruscamente, y apoyando el dedo índice en el labio superior, se quedaba suspensa, como si buscara la explicación de algún misterio o la clave de algún enigma; gesticulaba con expresiva elocuencia, y se puede decir que pensaba por gestos.
Más la causa de la agitación que le advertimos, no debía ser tan aterradora, porque, en medio de todo, podía encontrarse en ella algo parecido a la alegría, una alegría reconcentrada, que a pesar suyo se escapaba a través de su movilidad y de sus muecas. En esta pobre naturaleza humana se confunden muchas veces las alegrías y los pesares en unos mismos síntomas, y se llora de regocijo lo mismo que de pena; una buena noticia nos trastorna lo mismo que una terrible nueva.
Sea lo que quiera, ello es que el ama de llaves parecía agitada por el resorte interior de algún pensamiento que daba incesantemente vueltas en su cabeza, y algo esperaba con impaciencia, pues de vez en cuando prestaba atención, alargaba el cuello y aplicaba el oído.
De pronto sonó el timbre de la puerta con dos golpes lentos, acompasados, reflexivos, que causaron en la nodriza el efecto de una descarga eléctrica. Arrojó lejos de sí unas telas que tenía en las manos, derribó unas sillas que encontró al paso, rasgó una cortina que se le puso delante, y se lanzó a la escalera, dejando en pos de sí, como las tempestades, la desolación y el estrago.
Asió el cordón que servía para abrir la puerta, y tiró con tanta fuerza, que la puerta se abrió de par en par, apareciendo en ella el padre de Berta, que entró despacio, apoyándose en su bastón, como hombre a quien empiezan a faltarle las fuerzas para vivir. Al entrar, alzó los ojos al cielo con triste desaliento y vio al ama de llaves que, desde lo alto de la escalera, intentaba decirle algo, agitando los brazos y moviéndose y gesticulando como el aparato de un telégrafo óptico. El buen señor no entendía ni una palabra de aquel lenguaje telegráfico, y se detuvo al pie de la escalera, queriendo descifrar el tumulto de señas que el ama de llaves arrojaba sobre su cabeza. Pero, ya se ve, no era excesivamente diestro en esta clase de averiguaciones, y su imaginación, poco viva, se encontraba en aquel momento paralizada. Al fin se encogió de hombros con cierta desesperación resignada y paciente; era tanto como exclamar: «¿ Qué demonios está usted diciendo?» El ama de llaves se cruzó de brazos y movió tres veces la cabeza de un lado a otro; quería decirle: «Torpe..., torpe..., torpe.» El buen hombre se encorvó bajo esta triple acusación, y comenzó a subir la escalera. Al fin de ella le esperaba el ama Juana, y sin más ceremonia ni cumplimiento, lo cogió de la mano, y como si fuera un niño, lo llevó a su cuarto; y allí, después de asegurarse de que nadie podía oírla, se acercó al oído del padre de Berta, y con voz misteriosa y con todo el aire de la más reservada confidencia, le dijo:
—¡Se va!
—¡Se va!—replicó el padre de Berta, exhalando un profundo suspiro.
—Sí, señor—añadió ella—. Nos vamos a ver libres.
—¡Libres!—exclamó a su vez el buen señor, moviendo la cabeza con incredulidad. Después preguntó:
—¿Y adónde va?
—¡Al infierno!—contestó la nodriza—. Eso es claro. Va muy lejos, no sé a qué tierras que están en el fin del mundo. Es un viaje repentino.
El buen señor volvió a suspirar con triste desaliento, y el ama Juana le miró con asombro, diciéndolé:
—Cualquiera creería que acabo de darle a usted una mala noticia. ¿Lo habrá hechizado a usted ese hombre hasta el punto...?
—Sí—contestó él —; porque si se va, no se irá solo; se llevará a Berta, y entonces, ¿qué va a ser de nosotros?
—Nada de eso—replicó Juana—. Se va solo, solo como un hongo.
—Peor que peor—dijo el padre—; porque entonces, ¿qué va a ser de Berta?
—¡Qué ha de ser!—exclamó el ama—. La del humo. Si te vi, no me acuerdo. Al que se va, se le olvida; y al que se muere, lo entierran; ese es el mundo. Berta lo sabe todo; ella misma me lo ha dicho, y está tan fresca, tan tranquila, como si tal cosa. ¡Bah!... No necesitará un cordial para despedirlo.
Al pronunciar la última palabra, volvió la cabeza, y no pudo contener un grito que se escapó de su garganta, viendo a Adrián Baker, que acababa de entrar. En efecto, era Adrián Baker en persona, más pálido que nunca, vestido con un bello traje de camino. Brillaban sus ojos con un resplandor extraño, y vagaba en sus labios una sonrisa casi triste y casi burlona.
Pidió mil perdones por la sorpresa que acababa de causar, y dijo que circunstancias imprevistas le obligaban a emprender un viaje repentino a Nueva York, donde asuntos del mayor interés lo llamaban con urgencia; pero que permanecería ausente poco tiempo, dando después la vuelta.
—Me voy—añadió—; pero me dejo aquí mi corazón, y volveré a recogerlo.
Dicho esto, abrazó al padre de Berta tan cariñosamente que el buen señor se sintió enternecido, y el ama Juana, dominada por la voz y la presencia de aquel hombre singular, sintió que algunas lágrimas se agolpaban a sus ojos, y acudió a contenerlas con la punta del delantal.
Adrián Baker le puso una mano sobre el hombro, mano que el ama de llaves sintió temblar, y, estremeciéndose a su vez, oyó que le decía:
—Ese es el mundo, ¿eh? Bien; veremos.
Después salió de la habitación, y el padre y la nodriza lo siguieron maquinalmente.
Berta les salió al encuentro, y su mano fue a buscar la de Adrián Baker, y ambas manos se estrecharon, permaneciendo por mucho tiempo unidas.
Berta dijo con voz temblorosa y dulce:
—¿Volverás pronto?
—Pronto—contestó él.
—¿Cuándo?—volvió a preguntar ella.
—Pronto—replicó Baker—. Si me esperas, tu propio corazón te anunciará mi vuelta.
—Te esperaré siempre—dijo Berta con voz ahogada, sin que apareciera ni una lágrima en sus ojos.
Aquellas manos unidas se separaron, y Adrián Baker se lanzó a la escalera, bajó precipitadamente, y poco después se oyó el ruido del coche en que se alejaba.
Berta miró a su padre con dulce sonrisa, y huyó a encerrarse en su cuarto.
Cuando el rumor del coche se extinguió a lo lejos, como un trueno que se apaga, el ama de llaves se santiguó, y dijo:
—Se fue... Respiremos.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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