El rápido París-Orán
Gabriel Miró
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Hay en todos los pueblos un grupo romántico de señoritos mozos que acuden a oler el perfume de lo nuevo que pasa en el ferrocarril o diligencia, parados brevemente en la estación o en la plaza del lugar.
No es vana holganza lo que motiva sus lentos paseos hacia la estación o la espera en la plaza, sino romanticismo, tal vez virgen o escondido aún para esos mismos corazones. Estos señoritos tienen en sus manos bastones; muestran cinturón con hebilla, que casi siempre forma una blanca herradura; calzan botas muy grandes cortezosas de lustre. Se desconoce la razón del radicalismo en tocarse: o traen el sombrero con grave perjuicio de los ojos, de puro hundido, o levemente puesto hacia atrás, dejando manifiesta la mitad del peinado.
...En la colina, sobre la verdura pasada del sol poniente, brota un copo de humo que se pierde en la cúpula del cielo.
Allí ha ido el mirar de los jóvenes. Después, atienden callados y contando sus pisadas crujidoras.
El señor jefe de estación, o la gorra del señor jefe -la única galoneada gorra del pueblo, olvidando la del señor alguacil- es para ellos evocación sagrada de todos los trenes. Y la miran respetuosamente; y miran amables a sus amigos, los viejos eucaliptus o las rugosas acacias, árboles ferroviarios, con sus pobres copas ahumadas.
Cuando aparece el negro y poderoso pecho de la máquina, se detienen los jóvenes. De ellos revisan su ceñidor; otros limpian con el pañuelo su calzado; y en el pecho de todos ha sonado un latido que no es el latido isócrono, vulgar, que sienten cuando andan por las callejas o platican en la farmacia o se aburren en las salas de sus casas y en el casino.
Ya parado el tren, los ojos lugareños recorren los cristales de los vagones y quedan entretenidos golosamente ante los de primera clase.
Mal hacen las cabecitas femeninas, nubladas gentilmente por los velillos, en sonreír irónicas de estos hombres humildes que las ven altivas, delicadas y bellas, aunque no lo sean, solo porque viajan. Para ellos nunca habitan en pueblecito, curándose de menesteres ordinarios. Las imaginan nubes que dejan por el mundo la rápida emoción de su misterio. No las miran; las contemplan. No les importa que los departamentos elegantes se hallen solitarios; están los altos y cenicientos divanes amparadores de los hermosos cuerpos rendidos, «¡Allí van ellas!». Y no los miran; los contemplan.
...Sobre los campos, ya entornados por el crepúsculo, pasa, como un grito doliente de pájaro grande y triste, el silbo ondulante del tren. Y cuando la enorme espalda del coche postrero se hunde en la arboleda o en la sierra o se pierde en la vastedad de los llanos y quedan solitarias las vías -que tienen soledad aparte de la del paisaje- y zumban en el ambiente los combos alambres del telégrafo, los jóvenes retornan. Caminan al vicio de los olmos que protegen la calzada. Casi todas las manos se pliegan hacia atrás; de ellas penden con tristeza los bastones. En el silencio se oyen pasos de alpargata, pasos cortos, iguales, de andariego. Vuélvense las mustias cabezas. Es el valijero, que huele a blusa sudada y se aleja descifrando las fajas de tres periódicos provincianos y los sobres de dos oficios para el señor alcalde.
...En un roijal vibran los grillos; cerca gime una pausada noria. Bajan nieblas; suben humos tranquilos; trasciende la hortaliza de las huertas. Brilla una estrella muy hundida, muy hundida en el cielo; tiemblan esquilas en el aire y toca dulce y maternal la campana de la parroquia.
Entonces, los señoritos mozos entran en el pueblo.
...Pues hermanos suyos son los que aguardan en la plaza la ruidosa diligencia.
No viajan damas con sutiles velos embellecedores; mas el mayoral gordo y gravedoso y el zagal maleante, traen frescura de noticias; y todo pasajero con guardapolvo y guantes es ilustre varón, heroico, fabuloso.
...Y cuando tras un cantón vetusto, hendido por la hornacina de algún santo milagroso, desaparece la ráfaga de lo nuevo y se apaga la alegría de su estrépito, vuelven a resonar los chorros de la vieja fuente y los jóvenes pasan al casino; se sientan ante una mesa donde hay una botella de agua, tapada con un limón arrugado, y están mucho espacio sin hablarse. Acaso entonces la ruidosa diligencia entra en el camino envuelta por recia tolvanera; y ládranla perricos cazcarrientos y malhumorados y perros roncos de ganado y de masía. Manos de mujer cierran la ventana de la última casa del pueblo.
* * *
Estaba en mi cuarto el pintor Parrilla, mirada aguileña para la observación; y para decir, labios de mostaza tomada de los áureos tarros de Luciano y Quevedo. Es, acaso, uno de los primeros dibujantes de España.
Entró mi hermano, árbol verde y sonoro de ribera, de sombra música y protectora que hace amar la vida.
En esta noche el ramaje del generoso árbol tenía quietud de tristeza.
Se alzaban nieblas de nuestros cigarros. No hablábamos.
Ya mediaba la noche. Y desde el cabo de arenales y palmeras que abraza dulcemente el mar, nos llegó un silbido ancho y triunfador.
Levantose mi hermano; y sus ojos y el cristal y el oro de sus gafas centellearon de entusiasmo; y quedó atendiendo a la noche por detrás de mis rejas.
-Es silbo de tren -murmuramos.
Pero los trenes de esta línea costanera silban con plañido y marchan con humildad, como el rebaño por sendero, y aquel tren clamaba poderosamente.
Los grandes y nobles brazos de mi hermano se extendieron indicando dos puntos remotos imaginados.
-¿No sabéis lo que es?...
Nos miramos; ni el pintor ni yo lo sabíamos. Y mi hermano, que seguía con los brazos abiertos, dijo:
-Es el nuevo rápido de lujo «París-Orán». Mientras fumábamos ha venido desde Cartagena. Mañana a estas horas llegará a París.
Y mi hermano, que ama por puericia o ensueño los grandes trenes y guarda codiciosamente fotografías de todos los expresos y rápidos, quizá porque le traen imaginaciones de tierras lejanas, paisajes de sol, llanuras nevadas, abismos, cumbres, pueblos fastuosos, el mundo atravesado con locura en trenes opulentos; mi hermano abrió las maderas de las rejas.
Blanqueaba de luna mi buen paisaje, y el mar, mudo, quieto y luciente, parecía cuajado de claridades de estrellas. Había humildad y recogimiento en toda la noche. Y en ese fondo de quietud destacaba la respiración segura y breve de la máquina. Vimos relumbrar un ojo sangriento de cíclope. Lo apagó un palmeral cuya cumbre verdeaba húmeda y tierna.
Y me dijo mi hermano:
-¿Te figuras ese tren muy grande?
-¡Grandísimo, grandísimo, grandí...!
-Pues, no, señor, cortísimo, cortísimo; parece un juguete: un sleepingcar y dos furgones; ya ves.
Empañose dulcemente la noche. Se había entrado la gran luna en un blanco y grueso refugio de nubes.
Pensamos en los opulentos viajeros del «París-Orán». ¡Exóticas almas!... Los arpegios y campanitas de plata de las risas femeninas no sonarían... Bellas miradas expandidas en nuestros horizontes de paz; los gentiles bustos inclinados para ver nuestras tierras y nuestro mar en un reposo santo... ¡Cisnes, cisnes felices en nido aromoso moviendo sus cuellos para mirarnos!...
-¡Y si nos fuéramos!... -comencé a balbucir.
-¡Oh, sí, sí, a París..., entre «ellas»; pero desde Orán! -me interrumpió el artista.
-No; yo decía al paso a nivel, para verlo otra vez y muy cerca.
-Pues iremos al paso a nivel.
Meditó mi hermano mirando un reloj.
-Tenemos doce minutos de tiempo.
A la una y cuarto lo cruzará. Vamos.
Y salimos.
Estaba conmovida nuestra alma. Ya en la carretera, desgarrose el nublado; resbaló el canto de la luna como una proa de oro de barca de príncipe en encantamiento, y salió toda, como una moneda, quedando en un ruedo inmenso de soledad de cielo.
Nos distrajo el vuelo blando, pegajoso, de un diablillo murciélago. Descansamos en las metálicas barreras. Se movían hombres fantasmas que empuñaban linternas. En campos remotos bauveaba un perro de era.
Sonaron trompetas con ronquedad de sirena de barco; silbó glorioso el tren; y al comienzo de la curva en cuesta de las vías, nos miró ferozmente una pupila de sangre; luego, otras dos pálidas. Y jadeó con pesadumbre el coloso.
Entonces nosotros sentimos un latido de orgullo, de esperanza, de anhelos románticos. ¿Qué amábamos? Nos parecía ser los únicos que aguardábamos a las extrañas gentes fastuosas. Nos mirarían... Habían contemplado nuestras palmeras de leyenda, nuestro mar de narraciones... Los pechos de los cisnes se alimentaban de nuestro ambiente, dulce y cálido como un panal... Pues nosotros éramos los pobladores... ¡Nos mirarían!... Y nuestra actitud se hizo noble, gallarda...
Pasó ante nosotros un huracán de espantosa negrura, con resuello de fuego. Ni una luz, ni un gentil busto, ni una bella mirada. Las cortinillas corridas; todo apagado. Los cisnes iban durmiendo.
-¿Roncarán? -suspiró Parrilla.
-Deben roncar -dijo mi hermano.
Y ya no hablamos.
Emprendimos el regreso. Nuestras manos se habían cruzado sobre la espalda; traíamos los sombreros hundidos hasta las cejas o puestos levemente hacia atrás, manifestando la frente y los cabellos.
Y era lástima que no tuviéramos bastones ni cinturón con hebilla de blanca herradura...
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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El rápido París-Orán | 18:19 | Read by Alba |