El hombre que ríe
Miguel Sawa
Read by Alba
Señor doctor, yo soy Tony Garnier, el famoso clown Tony Garnier, que poseí el raro secreto de la risa. Yo soy el hombre que ríe constantemente, perpetuamente... Como el trágico judío de la leyenda, a quien Dios condenó a andar siempre, por los siglos de los siglos, a andar siempre, sin tregua ni descanso, yo también, por mandato divino, estoy condenado a reír.
Y no sé si después de muerto... Doctor ¿cuando el alma se separa del cuerpo, cesa por completo la vida en el organismo humano? ¿No cree usted en la existencia de ese fluido al que Descartes llamaba la «materia sutil»? Porque yo tengo miedo de que mi carcajada siniestra siga sonando en ese más allá que hay después de la muerte.
Doctor ¡soy el hombre más desgraciado del mundo! ¿Qué podria hacer yo para llorar? ¿Por qué Dios me ha negado el don supremo de las lágrimas? ¡Oh, es espantoso! No hay nada que me conmueva, nada que me emocione... Todo me haco reír. No tengo sensibilidad moral alguna. Soy un monstruo.
Créame usted estas palabras de verdad que le digo: no hay dolor que para mi sea dolor. El espectáculo de la muerte, que a todos aterra, también provoca en mí la insensatez de la risa. Una noche, mi compañero Morís, por el que sentía yo cierto afecto, cayó desde el trapecio a la pista, destrozándose la cabeza. Corrí maquinalmente a su lado para prestarle auxilio. El pobre muchacho vivía aún. Roja la cara por la sangre que le brotaba de la herida, los ojos desencajados, saliéndosele de las órbitas, la boca contraída por el dolor, el buen Morís estaba realmeute espantoso. ¡Y qué modo de quejarse el del mísero! Haciendo un supremo esfuerzo de voluntad, pudo, al verme, pronunciar algunas palabras. — «¡Mala suerte, Tony, mala suerte! ¡Me muero, me muero!»
¿Y lo creerá usted, doctor? Inclinado sobre mi camarada, que yacía en el suelo retorciéndose con las convulsiones del dolor, yo reía como un insensato. El público, que se había dado cuenta exacta de la tragedia, bajó a la pista indignado, con el propósito de lincharme. Yo seguía riendo como un loco, sin hacer caso de ios denuestos de la gente. Y todavía — ya ve usted si soy un perfecto miserable,—al recordar al pobre Morís siento ganas de reír. ¡Es monstruoso! ¿Verdad? ¡Es espantoso!
¿Cómo se explica usted esta extraña insensibilidad que me hace inferior a los mismos animales? ¿Cómo se explica usted esta horrible predisposición a la risa? Yo creo que todo esto es un castigo del cielo. Verá usted... Voy a contarle la tragedia de mi vida. Escúcheme y compadézcame.
* * *
¿Usted ha oído hablar de Alicia Brond, más conocida por el sobrenombre de la Walkiria? Pues Alicia Brond era mi mujer: mi mujer legítima. ¿Verdad que era muy hermosa? ¡Oh, sí, muy hermosa! Me parece estarla viendo con sus ojos azules, de un azul obscuro, brillantes como luceros; sus mejillas encendidas, del color de las rosas; su boca grande, sensual, de un rojo sangriento...
¡Dichoso el hombre a quien aquellos ojos miraban con amor; dichoso el hombre a quien aquella boca le hiciera el don de sus besos!
Uno de los mayores encantos de Alicia, me acuerdo bien, era su cabellera de seda y oro, en la que podía envolverse como en un manto regio, y que tenía no sé qué perfume afrodisíaco...
Nos queríamos mucho, mucho... Yo hubiera sido feliz en su amor si los celos... Doctor, no comprendo que se pueda querer a una mujer sin dudar de ella. Porque como dijo San Agustín, que tenía motivos para conocerlas, las mujeres son el principio y el fin de todo pecado, y no existe nada más quebradizo y frágil que su virtud.
¿Hay mayor tormento, hay mayor dolor que los celos? Yo creo que no. Vivir en perpetuo temor, desconfiar de todo, dudar siempre, es horrible, Y así he vivido yo cerca de dos años. Mucho he sufrido, pero mucho también he hecho sufrir a la pobre Alicia.
Mire usted, doctor, mi mujer era una de esas mujeres que pareciendo malas son, en realidad, mejor que buenas. Ella solía decirme:—«¿Pero qué quieres que haga? Es preciso vivir con el público. Si me miran tengo que mirar, si me sonríen tengo que sonreír. Pero ya sabes que yo no quiero a nadie en el mundo más que a tí.»—Y con los ojos llenos de lágrimas:— «Tony ¿por qué te empeñas en hacerte desgraciado? ¿Por qué dudas de mi?» —Yo ie contestaba furioso:— «¡No quiero que mires a Dadiel ¿Lo oyes? ¡Aunadle! ¡Tengo celos de todo y de todos! i Ah, conozco bien la perfidia de las mujeres! ¿Crees que si no me dieras motivos desconfiaría yo de ti? ¡A veces miras de una manera a los hombres! ¡Era cosa de arrancarte los ojos! ¿Es que porque soy un mísero clown no tengo derecho a velar por mi dignidad de marido? ¡Pues ten cuidado, Alicia, ten cuidado! El día menos pensado pierdo la cabeza y entonces... Esto fatalmente tiene que acabar mal... Tú no quieres enmendarte... Y ya se me va acabando la paciencia».
De todas las enfermedades morales que padece el hombre la única que no tiene cura es la de los celos. Sin tener no ya pruebas si no el menor indicio de la infidelidad de Alicia yo seguía dudando de ella. Nuestra vida era una vida de condenados. Llegué a injuriarla, llegué a maltratarla... ¡Aquellos luceros que brillaban antes en sus ojos se habían apagado; sus labios, de un rojo sangriento, tenían ahora el color morado del lirio!...
Y al fin surgió la catástrofe. Una noche, después de golpearla brutalmente, sin motivo alguno, la amenacé con señalarle la cara, para que aquella herida, reveladora de su ignominia, le sirviera de perpetuo castigo...
Alicia, rechinando los dientes de rabia, y con una voz que yo no le había oído nunca, me replicó furiosa:
—¡Te has propuesto que sea mala y vas a salirte con tu gusto!
Me arrojé sobre ella, sujetándola por ambos brazos:
—¡Ah! ¿Pero es que me amenazas?
—¡Sí! ¡Te amenazo! ¡Estoy harta de que me maltrates sin motivo!
—¡Alicia!
—¡Tony!
—¡No me provoques!
—¡Señalarme la cara! ¿Por qué? Mi único delito ha sido quererte. Pero descuida, que desde ahora en adelante...
La cogí por el cuello para evitar que siguiera hablando.
—¡Miserable!
—¡Suelta!
—¡Canta, canta como Desdémona, porque vas a morir!
—¡No!... ¡Suelta!
—¡Canta!
—¡Soy inocente!
—¡Ya le darás cuenta a Dios de tu inocencia! ¡Canta!
—¡Perdón!
—¡No hay perdón para ti!
Y seguí apretándola el cuello hasta ahogarla.
Cumplida mi bárbara venganza me eché a reír como un loco. Y desde aquella noche mi carcajada siniestra suena constantemente, perpetuamente...
¡Ay, doctor! ¿Qué haría yo para poder llorar?
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
Chapters
El hombre que ríe | 14:43 | Read by Alba |