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El socio

Gelesen von Alba

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Lo primero que escucharon al llegar a la estación fue que el bote de salvamento había regresado con el segundo de a bordo, que estaba herido, y con algunos marineros. El capitán y el resto de la tripulación, aproximadamente quince personas, permanecían aún en el barco. De un momento a otro, arribarían los remolcadores.

A la señora de Harry la llevaron a la posada, situada precisamente frente a las rocas. Lo primero que la señora de Harry hizo fue observar por la ventana. Cuando vio el barco naufragado, lanzó un grito desgarrador. No paraba de decir que quería ir a bordo en busca de Harry. Cloete la calmó como pudo... Le ruego que tome algo e inmediatamente iremos, saldremos por noticias -prometía.

Llamó a George fuera de la habitación y le dijo: La mujer de Harry no puede ir a bordo, pero yo sí. Yo voy a ir para que Harry esté el menor tiempo posible en el barco. Vamos a buscar al patrón del bote de salvamento... George lo siguió, temblando cada vez. Las olas saltaban por la vieja escollera. Poco viento, el cielo estaba sombrío, violentamente sombrío fuera de la bahía. En el horizonte se veía sólo un remolcador, con la proa contra el oleaje, luchando con el mar, desapareciendo y volviendo a aparecer con la regularidad de un reloj.

Encontraron al patrón del bote salvavidas, quien les dijo: Sí, ahora volveremos. En el barco no están en peligro; todavía no. Por lo que se refiere al buque, hay pocas esperanzas. Si la marea no sube y el viento se calma, podrá ocurrir el salvamento. Después de cambiar algunas palabras, aceptó que Cloete fuera a bordo con el pretexto de que llevaba al capitán un mensaje urgente de los armadores.

Cloete miraba el cielo en todas direcciones y se sentía satisfecho. Se presentaba amenazador. George Dunbar lo seguía, pálido y sin poder articular palabra. Cloete lo invitó a beber una copa o dos y, de a poco, comenzó a reanimarse... Esto marcha mejor -dijo Cloete-. ¡El diablo me lleve si no parece que me estoy paseando con un muerto! Debiera usted lanzar su gorra en alto, querido. A mí me dan ganas de festejar en medio de la calle. Su hermano volverá sano y salvo, el vapor se perderá y seremos ricos.

-¿Está usted seguro de que se ha perdido? -preguntó George-. Sería un golpe terrible que después de todo lo que me ha dicho, de los percances que yo he pasado desde que me habló por primera vez, el barco pudiera ir tirando todavía, y... y... si la tentación ha de comenzar de nuevo... Porque, a mi modo de ver, no hemos hecho eso para pasar el rato.

-Claro que no -dijo Cloete-. ¿No era su hermano quien mandaba el barco? Ha sido providencial... ¡Ah! -exclamó George rebelándose-. Bueno, usted échele la culpa al diablo; me da igual. Usted tiene participación en el asunto tanto como un niño de pecho. Usted es un tonto delirante... Cloete había llegado a querer a George. A fe mía. Así era. No quiero decir que le tuviera respeto, pero sentía cierta debilidad por su compañero.

Volvieron al hogar dando saltos, por decirlo así, y allí encontraron a la mujer del capitán, asomada a la ventana, con la vista puesta en el barco, como si quisiera volar por sobre la bahía... ¡Bueno, señora de Dunbar! -gritó Cloete-. ¡Usted no puede ir allá, pero iré yo! ¿Tiene algún mensaje para su esposo? Si quiere usted darme un beso para él también se lo transmitiré. ¡Que me muera si no se lo llevo!

Sus palabras causaban risa a la señora Dunbar. Ah, señor Cloete, es usted un hombre muy tranquilo y razonable. Haga usted que se conduzca con prudencia. Es un poco terco, usted sabe. ¡Está tan encariñado con su barco! Dígale que aquí estoy y que lo veo... Descuide usted, señora Dunbar. Sólo que cierre esa puerta, y sea también juiciosa. Usted va a agarrarse un catarro si continúa allí. Al capitán no le hará mucha gracia, cuando regrese sano y salvo del naufragio, encontrarla a usted estornudando y tosiendo, sin poderle decir su inmensa felicidad. Si puede, deme una cinta para atar mis lentes a las orejas y parto enseguida...

Cómo llegó a bordo yo no lo sé. Llegó al barco, mojado, excitado y sin aliento. El navío estaba escorado sobre una banda, bordeado por la espuma y se movía poco. Apenas lo necesario para ponerle a uno los nervios de punta... Cloete encontró a los tripulantes que quedaban a bordo, agrupados en la cubierta de proa sobre un suelo reluciente. Tenían cara de enfermos. El capitán Harry no podía creer lo que veía. Pero Cloete... ¡Por Dios! ¿Qué hace usted aquí...? Su mujer está en la costa y lo observa -dijo Cloete, apresurado. Después de cambiar unas palabras, el capitán Harry juzgó que era una hermosa actitud, digna de elogio la de su compañero, al llegar al barco en aquellas circunstancias. Se sentía feliz de tener con quien hablar... ¡Mal asunto, señor Cloete! -dijo. Y Cloete se alegró al oír eso. El capitán creía haber hecho cuanto estuvo a su alcance. La cadena se rompió al anclar. Es una dura prueba el hecho de perder un barco. Trataría de sobreponerse a eso. Suspiraba de vez en cuando. Cloete se había arrepentido casi de haber ido a bordo; sentía el pecho oprimido. Se separaron un poco de los marineros y se colocaron en un sitio que estaba a cubierto del viento que venía de babor. El bote de salvamento había partido después de traer a Cloete, tenía que regresar con la marea siguiente a buscar al resto de la tripulación, en el caso de que se lograra poner el vapor a flote. La noche se acercaba. Era un día de invierno. El cielo estaba oscuro, el viento volvía con más furia. El capitán Harry estaba melancólico. Hágase la voluntad de Dios. Si hay que abandonarlo en las rocas, que así sea. Un hombre debe aceptar, con valentía, la voluntad de Dios. De pronto su voz desfalleció y abrazó a Cloete. Me parece que no podré abandonar el barco -murmuró, mirando a los marineros que se agrupaban en torno de él como un rebaño de corderos desbarrancados. Y pensando en sí mismo en silencio: "Éstos no querrán quedarse". El barco se elevó un poco y bajó de nuevo, dando una pequeña sacudida. La marea subía. Todos empezaron a buscar con la mirada la lancha de salvamento. Algunos la vieron allá a lo lejos, junto a dos remolcadores. La tempestad retornó y todos sabían que ningún remolcador se arriesgaría a llegar hasta el barco.

-Esto ha terminado -dijo el capitán Harry en voz baja.... Cloete pensó también en su vida y sintió un escalofrío... Me parece que ahora me da lo mismo vivir -murmuró el capitán Harry....Su mujer está allí en la costa y lo espera -dijo Cloete...¡Ah, debe ser horrible para ella ver a nuestro viejo buque de perfil y a punto de hundirse! Ya ve usted, es nuestro hogar.

Cloete pensaba que, por lo que se refería al "Sagamore", le daba lo mismo. Lo que deseaba era encontrarse lejos de allí, en cualquier lugar. El más ligero movimiento del buque le cortaba la respiración. El peligro lo deprimía. El capitán lo llevó a otro rincón... El bote de salvamento no vendrá por nosotros antes de una hora. Escúcheme Cloete: ya que está usted aquí y es tan valiente, haga algo por mí. Y le advirtió que abajo, en su cabina de popa, en un cajón, había un paquete de papeles importantes, y dentro de una pequeña cajita unas sesenta libras en oro. Le pedía a Cloete que fuera a buscarlo. Desde el inicio del naufragio no había bajado al interior del navío, y le parecía que si él volvía la vista, la nave se haría añicos. En cuanto a los hombres, asustados como estaban, creía que en cuanto los abandonara, intentarían arrojar un bote a la mar ante el pánico provocado por una violenta sacudida del barco, y hasta alguno correría el riesgo de ahogarse... Hay dos o tres cajas de cerillas en mis estantes de la cabina, si usted necesita luz -dijo el capitán Harry-. Séquese las manos antes de buscarlas.

A Cloete le disgustó el asunto, aunque no quiso demostrar miedo. Y fue. En el puente había bastante agua; chapoteó a tientas; empezaba a oscurecer. De pronto, cuando estaba cerca del palo mayor, alguien lo tomó del brazo. ¡Stafford! La última persona en la que pensó era en Stafford. El capitán Harry le había dicho algo poco satisfactorio con respecto a su segundo de a bordo, pero ello ¡era tan impreciso! Al principio, Cloete no lo reconoció. Vio una cara pálida y unos ojos grandes, mirándolo... ¿Está usted contento, señor Cloete...?

Cloete sintió ganas de reír al escuchar su voz lastimosa y extraviada. Allí estaban los dos, sin atreverse a mirarse a la cara. Supongo que no tendrá usted la idea de hacerme creer que ha sido usted quien ha realizado esto... -dijo Cloete.

Ambos se estremecieron, fuera de sí, al sentirse a bordo del barco. El barco se tumbaba y torcía. Y Cloete y Stafford se balanceaban. Desfallecían. Cloete volvió a reír con fuerza ante la idea de que aquel miserable Stafford pretendiera tener una parte importante en el abismal asunto... ¿Cree usted que ahora me puede tratar así? -protestó el otro...

El mar sacudió con fuerza la quilla, y el barco tembló, estremeciéndose todo alrededor. El ruido de las olas se oía por encima de sus cabezas y en torno a ellos. Cloete, confuso, oyó al otro gritar, creyéndose perdido: ¡Ah!, ¿no me cree usted? Dele un vistazo al cable de babor. ¿Roto? ¿Eh? Vaya a ver si está roto. Vaya usted mismo a ver la manga rota. Le encargo eso. Si no está la manga rota, yo pierdo mil libras. Ni una menos. Lo hice al día siguiente de nuestro embarque. Iré inmediatamente, no quiero que el barco esté totalmente hundido para ir, iré inmediatamente a ver a los aseguradores, aunque luego tenga que andar con los pies descalzos por las calles de Londres. El cable de babor. Mírelo, pues he de decirlo: lo he torcido por encargo de los armadores, instigado por un crápula llamado Cloete.

Cloete no comprendía con precisión lo que aquello significaba. Lo que sí tenía claro es que el hombre buscaba en todo momento perjudicarlo. Presintió algo desagradable... ¿Cree usted causarme miedo -le preguntó- gritando así, miserable...? Y Stafford lo miró con firmeza. Los dos se sostenían de la mesa de la cabina. ¡Ah, diablos, no, usted no es más que un vil vagabundo; puedo asustar al otro, al tipo del abrigo negro...!

Así lo llamaba a George Dunbar. Al oír eso, Cloete sintió que la cabeza le daba vueltas y no porque creyera a aquel hombre capaz de hacerle daño, sino porque conocía a George; lo echaría todo por la borda. ¡Y el negocio que había preparado con tanto cariño se esfumaría! No dijo nada; escuchaba al otro que, inmovilizado por el pánico, de terror, de decaimiento, jadeaba como un perro... Entrégueme mil libras a las veinticuatro horas luego del desembarco, pasado mañana. Es mi última palabra, señor Cloete. Mil libras pasado mañana -dijo Cloete-. Sí, hoy mismo. Tome usted eso, mala bestia. Y con rabia, le dio un golpe directo en la cara. En cuanto Stafford dio vuelta su cuerpo alrededor del tabique, Cloete le descargó otro puñetazo en la mandíbula. El hombre vaciló sobre sus talones y cayó hacia atrás, justo en la cabina del capitán, que estaba abierta. Cloete esperó a que se tumbara pesadamente y rodara por el suelo. Entonces cerró la puerta y dio vueltas a la llave... Así no nos molestará -dijo.

-¡Diablos! -murmuré yo.

El viejo salió un momento de su impactante inmovilidad para girar su cabeza, tocada con gran desorden, y mirarme con sus ojos negros y húmedos.

-Lo dejó allí -dijo, y se puso a observar la pared-. Cloete no tenía intención de que nadie, y menos el infeliz de Stafford, se interpusiera en su proyecto de hacer ricos a George, a él y al capitán Harry, sin medir las consecuencias. Esos individuos que se obsesionan con algún objetivo, se preocupan poco de lo que hacen o dicen. Se figuran que el mundo está hecho para creer todo lo que ellos quieran contar... Se quedó allí a escuchar un momento. El corazón le dio un vuelco al oír que Stafford golpeaba la puerta con el puño, seguido por un grito de rabia contenida que venía del interior de la cabina. Entre el endemoniado ruido creyó oír también su nombre, mientras que el "Sagamore" se levantaba y caía con fuertes impulsos ante los embates del mar. El ruido y la desagradable impresión le hicieron largarse de la cabina. Una vez sobre la toldilla, recobró el aliento. Pero su corazón se acobardó en la oscuridad sombría de la noche. Pensó que dentro de poco correría el riesgo de ahogarse. Se colgó de la escalera. Entre el ruido del viento y de las olas al romperse, oía el escándalo producido por Stafford, que trataba de derribar la puerta e insultaba. Escuchó y se dijo: "No. Ahora no se puede tener confianza en él".

Cuando volvió bajo el palo mayor, el capitán Harry le preguntó si había encontrado las cosas que le envió a buscar. Él le contestó que lo lamentaba mucho, pero que la puerta estaba destruida, que no pudo abrirla. Y dijo además que, hablando con franqueza, tenía miedo de no salir de aquella cabina. Por los ruidos que se oían, era como si la embarcación se fuera a partir en pedazos... El capitán pensó: "Está nervioso, es imposible que la puerta esté rota". Pero le contestó: "Gracias, esto marcha bien, marcha bien..." Ahora todas las manos apuntaban al bote de salvamento. Cada uno pensaba en sí mismo. Cloete se preguntaba: "¿Irán a olvidarlo?". Stafford había causado una impresión muy pobre durante el naufragio y nadie pensaba en él. Ninguno se ocupó de lo que hacía ni de dónde estaba. Además, en la oscuridad de la noche no era posible ocuparse de cada uno de los tripulantes. Se divisaba el fuego del remolcador, con el bote salvavidas a remolque y la proa hacia el barco. El capitán Harry preguntaba: "¿Estamos todos...?". Alguien respondió: "Sí, todos, mi capitán..." "Dispónganse a abandonar el barco -ordenó el capitán- y que dos de ustedes ayuden al señor a descender primero..." "Sí, sí, mi capitán..." Cloete iba a pedir al capitán Harry que fuese el último en abandonar el barco, pero la lancha salvavidas ya había lanzado los garfios sobre los obenques delanteros. Dos marineros se habían apoderado de él, esperando el momento oportuno para arrojarlo al bote, sano y salvo.

Cloete abrió los ojos. Stafford estaba sentado muy cerca de él, en la lancha repleta de tripulantes. El patrón se incorporó y le dijo: ¿Ha oído usted lo que dice el segundo de a bordo, señor? La cara de Cloete se deformó por completo, incluso hasta los labios. Sí, he oído -respondió, con sumo esfuerzo. El patrón hizo una pausa y dijo-: No me gusta eso... Y se volvió hacia el segundo de a bordo, para decirle que era una pena que no se hubiera arriesgado, a lo largo del puente, para aconsejarle al capitán que se diera prisa. Stafford contestó de inmediato que había pensado hacerlo, sólo que por la oscuridad intuía que no encontraría el puente. -El capitán -añadió- hubiese podido salir enseguida en tanto yo sujetaba el bote salvavidas, mientras ustedes se hubieran largado, dejándome solo... También es verdad -respondió el patrón. Pasó un minuto. Hay que acabar-dijo el patrón. De pronto, Stafford, con voz tenebrosa, dijo: Yo estaba cerca de él, le oí decir que no sabía si tendría valor para abandonar el viejo navío, ¿no es verdad, eh...? -Y Cloete sintió, en la oscuridad, que lo tomaban suavemente por el brazo-... ¿No es cierto? Estábamos juntos hasta que surgió usted, señor Cloete.

El patrón gritó: ¡Voy a ver lo que ha pasado a bordo...! Cloete sacudió con fuerza su brazo y dijo: -Lo acompaño.

Cuando estuvieron a bordo, el patrón le dijo a Cloete que continuara a lo largo, por un costado del navío, mientras él marcharía por el otro para encontrar así al capitán... Y vaya usted a tientas, no sea que el capitán se halle desvanecido en el suelo o bajo el puente... Cloete aún no había llegado a la escalera de la toldilla, y ya el patrón se le había adelantado, quejándose: Huele a quemado. -Y gritó-: ¿Está usted ahí, señor...? No es necesario que gritemos -añadió Cloete, sintiendo helada la sangre en las venas... Bajaron. Noche oscura. El barco se inclinaba tanto que el patrón, que andaba a tientas por la cabina, resbaló y rodó por el suelo. Cloete le oyó lanzar un grito como si se hubiera hecho daño y le preguntó también a gritos si se había lastimado. El patrón le contestó, en tono amable, que había tropezado con el cuerpo del capitán, quien estaba en tierra, sin sentido. Cloete no respondió, y comenzó a tantear en la oscuridad, buscando una caja de cerillas. Al rato, encontró una y la encendió. Lo primero que vio fue al patrón, con su cinturón salvavidas, arrodillado al lado del capitán Harry... Sangre... -dijo el patrón, levantando la vista. Se apagó la cerilla.

-Espere usted un poco dijo Cloete-, voy a hacer una antorcha de papel. -Reconoció al tacto, en medio de la oscuridad, el lomo de varios libros y arrancando hojas de papel hizo varias antorchas que fue encendiendo sucesivamente, mientras el patrón cambiaba la posición del cuerpo del desgraciado Harry. Está muerto -dijo-. Una bala en el corazón. Mire el revólver... -Y se lo mostró a Cloete, que observó el arma antes de guardarla en el bolsillo, confirmando, cuidadosamente, que llevaba la marca de H. Dunbar en la culata... El suyo -murmuró... ¿Usted quién piensa que pudiera ser? -dijo el patrón-. Y fíjese usted, antes de entrar ha levantado el hule de la cabina, ¿y qué significa ese montón de papeles quemados? ¿Qué necesidad tenía de quemar los papeles de a bordo?

Cloete vio que todos los pequeños cajones estaban abiertos y pidió al patrón que le hiciera el favor de revisarlos. No hay nada -dijo el hombre-. Están vacíos. Parece como si hubiera querido quemar documentos adrede. Loco. Se ha vuelto loco. Esto es lo que ocurrió. Y ha muerto. Usted se encargará de informárselo a su mujer.

-Me parece que yo también me vuelvo loco -dijo Cloete. El patrón le suplicó por el amor de Dios que tuviera control de sí mismo, y lo sacó de la cabina. Fue necesario abandonar el cadáver y aun así, llegaron justo a tiempo para que no los sorprendiera un viento peligroso. ¡Suelten los garfios; podemos irnos, el capitán se ha suicidado...!

Cloete estaba casi muerto. No prestaba atención a nada. Si Stafford le hubiera pellizcado mil veces el brazo, él no hubiese dado señales de vida. Casi toda la población de Wetsport aguardaba en el puerto para ver llegar el bote salvavidas, y cuando el bote estuvo junto al muelle, la muchedumbre disparó confusas exclamaciones; después de unas palabras del patrón, dichas a gritos, las exclamaciones cesaron y todo el mundo se puso serio. En cuanto a Cloete, al llegar a tierra, se sintió revivir. El patrón le estrechó la mano. ¡Pobre mujer, pobre mujer! Prefiero que sea usted y no yo...

-¿Dónde está el segundo de a bordo? -preguntó Cloete-. Es el último que habló con el capitán... La tripulación fue albergada en la Misión Holl, donde ya estaban preparados el fuego y las camas. Alguien fue a buscar a Stafford y le dijo: ¡Eh!, lo busca el agente de los armadores... Cloete tomó del brazo al hombre y lo condujo hacia la izquierda, al lado del puerto donde fondeaban las barcas de pesca. Supongo que me ha entendido bien. Desea que me ocupe un poco de usted -le dijo.

El otro se dejó llevar, pero tenía a flor de labios una sonrisa maligna. Mejor hubiese sido que se comportara de otro modo. Reflexione y pocas bromas, señor Cloete, pocas bromas. Estamos ahora en tierra -murmuró.

-Hay una delegación de policía a unos cincuenta metros de aquí -dijo Cloete. Y entró en un bar, empujando a Stafford dentro del pasillo. El dueño del establecimiento dejó de inmediato el mostrador. Es el segundo de a bordo del barco que se ha hundido junto a las rocas -explicó Cloete-. Quiero que se haga cargo de él por esta noche... ¿Qué ocurre? -preguntó el hombre. Stafford, por su lado, se apoyó en la pared del pasillo, pálido como un muerto. Y Cloete contestó que no pasaba nada, sólo que el hombre, naturalmente, ya no podía con su alma, de cansancio... Yo pagaré todos los gastos, pues soy agente del armador. Volveré a verlo dentro de una hora o dos.

Y Cloete regresó al hotel. La noticia de lo sucedido ya se había divulgado. Cuando llegó allí se encontró a George esperándolo en la puerta. George estaba pálido. Cloete le hizo una seña y entraron. La señora de Harry estaba en lo alto de la escalera y cuando vio subir sólo a los dos, levantó los brazos al cielo y corrió hacia su habitación. Nadie se había atrevido a informarle lo que pasaba, pero al no ver a su marido pudo adivinar lo ocurrido. Cloete oyó un grito horroroso....Vaya a buscarla usted -le ordenó a George.
 
Una vez a solas, Cloete se sirvió una copa de coñac y se puso a reflexionar acerca del asunto. George volvió al rato diciendo: La patrona está con ella. -Y comenzó a pasear dando grandes zancadas a lo largo de la pieza, moviendo los brazos y hablando en forma incoherente, con una expresión dura en su rostro como Cloete no le había visto jamás... Lo que debía ocurrir ha ocurrido. Mi único hermano ha muerto. Muerto, sí; terminaron así sus desvelos y preocupaciones. Pero vivimos nosotros -dijo Cloete, lanzándole una mirada fugaz e imperiosa-. Supongo que usted no olvidará telegrafiar a su amigo diciéndole que haremos el negocio seguramente...

-¿Se refiere usted al hombre de las especialidades farmacéuticas? La muerte es la muerte y los negocios son los negocios -continuó George-; y míreme: tengo las manos limpias -añadió mostrándoselas. Cloete pensó: "Se volvió loco". Lo tomó del hombro y lo sacudió con todas sus fuerzas. Diablos, si usted le hubiera hablado en lugar de demostrar moralidad, a estas horas viviría aún -gritó.

George lo miró fijamente y rompió en sollozos. Después se tendió sobre un canapé, ocultó su cara debajo de un almohadón y continuó llorando como un niño. "Más vale así", se dijo Cloete y se marchó, explicando al hostelero que se retiraba porque necesitaba realizar unas cuantas cosas aquella misma noche. La mujer del hostelero, llorando, lo siguió hasta la escalera para decirle: "¡Oh, pobre señora, se vuelve loca...!"

 Cloete la apartó, mientras respondía: "No, seguramente, no. Ya se le pasará. No es el dolor lo que enloquece a la gente, es el tormento".  (0 hr 35 min)

Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

Chapters

El socio

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